La hipocresía de los claveles
El president Carles Puigdemont ha cumplido la palabra dada: el 1 de octubre no será otro 9-N. No sé quién le sucederá ni cuándo, sólo espero que sea un cabeza de lista electoral, no prometa la luna y conozca Catalunya, cuya pluralidad ignoran los que están lejos –la Moncloa– y los que están cerca –el Palau de la Generalitat–.
Contador cero. Es lo más sensato que uno ha oido estos días confusos en los que las palabras son balas y los ideales cañones de artillería. Ya no más disquisiciones históricas ni ese “hago lo que no me gusta hacer” ni el estéril recurso a lo que escribe tal o cual articulista extranjero. Catalunya está dividida en dos mitades y ninguna tiene la fuerza –¡será que no ha habido votaciones estos años!– para imponerse a la otra.
“¡La calle siempre será nuestra!”, corean estos días unas decenas de universitarios que se representan a sí mismos, organizan acampadas y salen en TV3. No me extraña: el soberanismo está tratando de ganar en las calles lo que no ha alcanzado en las urnas y eso, además de peligroso, es un concepto radicalmente antidemocrático, muy cupero. Por cierto, la CUP ya ha convocado una huelga general para el día 3 de octubre...
¿Huelga general o diálogo realista, honesto y sin condiciones? Cada uno sabrá hasta dónde quiere prolongar el sinvivir general y el oxígeno para extremistas. Llevamos cinco años de un proceso político de segunda división, propio de los palestinos cuya especialidad es no desaprovechar la oportunidad de desaprovechar las oportunidades. Basta ya de prometer cosas imposibles –este 1-O ha sido el enésimo engaño de quien se compromete a algo que no podía cumplir – y de repartir claveles y clavelitos de mi corazón, que de buen rollo, nada de nada.
El soberanismo alcanzó una cuota electoral muy grande en septiembre del 2015 y lejos de administrar un capital político valioso lo está dilapidando. Mejor dicho: lo dilapidó en dos días de bochorno del Parlament. Muchos catalanes nos dimos cuenta de que esto no va de democracia sino de proclamar, como sea, una República y a quienes no les guste que se vayan de este país de todos con el Mediterráneo a otra parte.
La industria de la desconexión ya es lo más parecido a una empresa del INI franquista, en la que las pérdidas eran lo de menos. No me gusta ver a la Guardia Civil en las calles de Barcelona, pero tampoco comulgo con esta simpática interpretación de que esperarles en la calle, impedirles la salida –a ellos y a una secretaria judicial–, humillarles con clavelitos hipócritas después de mearse en sus coches es libertad de expresión. ¿Es democrático agolparse a medianoche en un campo de fútbol a la espera del árbitro?
Esto no iba de referéndum sobre el PP. Ni España es el PP. Y está ofreciendo ventanas para el diálogo. Menos clavelitos y más política.
España no es sólo el PP y está tendiendo puentes; menos clavelitos, menos la calle es mía y más política