La Vanguardia (1ª edición)

Las sombras de lo visible

- Xavier Mas de Xaxàs

Los escándalos sexuales son indisociab­les de la práctica del poder, de un poder que puede ser político, económico o de cualquier otra índole, ejercido casi siempre por hombres a expensas de mujeres bajo su jerarquía.

Es la historia del fuerte contra el débil en una civilizaci­ón universal que a lo largo de la historia ha reservado al hombre el papel del productor y a la mujer el de reproducto­ra.

El productor de cine Harvey Weinstein, uno de los hombres más poderosos de Hollywood, está acusado de abusar y violar a decenas de mujeres durante décadas. Su caso ha dado la vuelta al mundo y reavivado una antigua campaña online de mujeres abusadas que bajo el hashtag #MeToo (yo también) dan la cara para explicar su terrible experienci­a. Superar la vergüenza y romper el silencio es difícil. No todas las víctimas pueden.

La jerarquía de género, del género masculino, coarta la libertad de la mujer, cuando no pisotea sus derechos, bajo el principio, cultural y religioso, de que nadie mejor que un hombre para saber lo que le conviene a una mujer.

Este sistema patriarcal aguanta a la derecha religiosa que gana enteros en todas las democracia­s liberales y sirve para justificar los abusos, así como el silencio de las víctimas.

La Iglesia católica es un claro ejemplo. El cardenal australian­o George Pell, tercero en la jerarquía vaticana, se enfrentará el próximo marzo en Melbourne a un juicio por abusos sexuales que contará con medio centenar de testigos dispuestos a testificar en su contra. Hace décadas que se suceden estos escándalos, que hoy por hoy parecen irresolubl­es porque, sin duda, en muchos países hay una connivenci­a entre el poder político, judicial y religioso para aguantar una sociedad patriarcal donde el papel de la mujer está circunscri­to al ámbito familiar. Es así como Paul Ryan, presidente del Congreso de Estados Unidos, puede decir que la violación es otra forma de concepción y que, por tanto, la mujer violada no tiene derecho a abortar.

Esta ideología no está muy lejos de la profesada en varios países musulmanes, donde el violador de una niña puede evitar la cárcel si se casa con ella.

En ambos casos, la mujer no puede decidir y es víctima tanto del violador como de la cultura dominante.

Cuesta creer que la religión pueda ser compatible con el feminismo. En parte porque Dios es hombre y en parte porque la práctica e interpreta­ción de las sagradas escrituras las hacen los hombres. El islam, por ejemplo, ha eliminado el cuerpo de la mujer del espacio público y lo mismo hace el judaísmo más ortodoxo.

Las democracia­s, además, son eminenlen temente patriarcal­es. La mujer no tiene el mismo acceso que el hombre al poder político o económico y cuando utiliza su cuerpo para protestar, como plataforma de su afirmación política, es censurada, cuando no detenida y juzgada. Las mujeres del colectivo Femen, que escriben consignas sobre sus pechos desnudos, suelen ser detenidas allí donde decidan protestar, incluso en las sociedades supuestame­nte más avanzadas de Europa Occidental. Suecelebró ser víctimas de un abuso de la fuerza.

A las sociedades liberales les gusta denunciar los abusos que sufren las mujeres en otras culturas, cuanto más lejanas mejor. Se movilizan contra las mutilacion­es genitales en África, contra los matrimonio­s infantiles en Yemen o contra las violacione­s en la India. Pocas veces, sin embargo, miran a su entorno más inmediato.

La agencia de la UE para los derechos fundamenta­les contó en el 2014 que el 50% de las mujeres europeas han sufrido acoso sexual y que el 33% de ellas han sido víctimas de violacione­s u otros abusos físicos a partir de los 15 años.

Hace unos días, el Parlamento Europeo un pleno dedicado a la violencia de género y el acoso sexual. No era el primero y nada parece que vaya a distinguir­lo de los siguientes. La sala estaba prácticame­nte vacía, las intervenci­ones de las diputadas derivaron en el acostumbra­do compromiso de tomar medidas que nunca son efectivas.

La primera ministra británica. Theresa May. también quiere un código de conducta mucho más estricto en Westmisnte­r, donde a la luz del caso Weisntein afloran abusos, unos muy antiguos y otros no tanto.

El ministro de Defensa, Michael Fallon, ha tenido que dimitir esta semana, implicado por varias mujeres. Él se agarra al único caso hecho público: tocó varias veces la rodilla de una periodista durante una cena oficial hace quince años. “Lo que podía ser aceptable hace quince o diez años –ha dicho– está claro que hoy no lo es”. La periodista no creo que encontrara aceptable entonces lo que tampoco lo es hoy, pero el argumento de Fallon ha sido arropado por la prensa conservado­ra y machista.

La política es una profesión de hombres, donde prevalece una cultura de vestuario, rica en comentario­s soeces y sexistas. Donald Trump es un campeón de esta prepotenci­a y, hasta ahora, le basta con pedir perdón para no afrontar ninguna consecuenc­ia política o judicial.

Los abusos sexuales están a la vista de todos, en nuestros puestos de trabajo y en nuestros Parlamento­s. Sin embargo, las sombras de esta injusticia tan visible son muy oscuras. El sistema así lo establece. La mujer abusada lo tiene mucho más difícil que el hombre abusador y todo indica que seguirá teniéndolo, incluso entre nosotros, ciudadanos orgullosos de nuestros estados de derecho.

El fuerte gana porque sabe cómo maniobrar en las sombras de lo visible para poner la justicia de su parte. Y gana no sólo contra las mujeres maltratada­s. Si algo sobra estos días son ejemplos de estos abusos del poder contra la ciudadanía a la que debería servir y proteger.

Una de cada tres mujeres europeas ha sido víctima de una violación o abuso sexual físico a partir de los 15 años

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LUCY NICHOLSON / REUTERS Campaña #MeToo: Decenas de miles de mujeres como estas han denunciado en los últimos días abusos sexuales
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