Zurich, 1917
Cien años atrás cayó el Palacio de Invierno. El asalto se produjo en la noche del 6 al 7 de noviembre, según el calendario juliano, el vigente entonces en Rusia. Nuestro calendario gregoriano marcaba el 25 de octubre de 1917. Ese día empezó la revolución soviética. Y era la modernidad que volvía a cortar cuellos en nombre del progreso. Y que acabaría fabricando millones de fanáticos y también millones de escépticos.
La posmodernidad está llena de desengañados de los grandes ideales, de muchos escaldados de la fe en las grandes promesas. Aquí, en un país todavía tan dominado por sentimientos e ideas-fuerza de la premodernidad, es lógico que no se haya producido, como en otros lugares de la Europa civilizada, una sólida corriente de pensamiento de crítica a la Modernidad, que es como decir de crítica a las corrientes de fondo del siglo XX.
Entre nosotros, el periodista y escritor Agustí Pons es de los que más se ha propuesto entender el fenómeno de la decadencia de la vieja civilización humanista europea, la de la tradición ilustrada. Y ahora nos da otra prueba de ello con Zuric, 1917. Lenin, Joyce, Tzara, una sugerente crónicaensayo que sitúa en un mismo lugar y en un mismo momento a tres personajes clave de la ruptura con las formas del tiempo de ayer, por decirlo como Stefan Zweig.
En Zurich, en 1917, coinciden tres europeos de la periferia –un irlandés que escribe en inglés, un rumano que escribe en francés y un ruso que quiere llevar a la práctica los pensamientos de un judío alemán–. Los tres quieren hacer, cada uno a su manera, la revolución: romper las formas del mundo establecido y dibujar el futuro de una manera distinta. Cien años después, sin embargo, también el leninismo nos ha enseñado que creación y destrucción son dos caras de una misma moneda.
Dice Erich Fromm en su capital Anatomía de la destructividad humana que el afán humano por alcanzar “objetivos superiores” (como libertad, dignidad, etcétera) “ha sido una de las motivaciones más fuertes para la producción de cambios históricos”. Sí, “las motivaciones principales del hombre son las pasiones, racionales e irracionales: ansia de amor, de ternura, de solidaridad, de libertad, de verdad, así como el impulso de mandar, de someter, de aniquilar; el narcisismo, la voracidad, la envidia y la ambición. Estas pasiones lo mueven y lo excitan; son la materia de que están hechos no sólo nuestros sueños sino todas las religiones, los mitos, el teatro, las obras de arte ..., en resumen: todo lo que da sentido a la vida y la hace digna de ser vivida.”
Querer imponer la perfección o el bien a la fuerza ha sido una de las características de la modernidad. ¡Cuántas energías derrochadas para forzar la emergencia del hombre nuevo, aunque sea al precio del sacrificio de millones de seres humanos! El siglo XX nos debería haber vacunado contra todo tipo de utopías absolutistas. No hace falta saber a ciegas donde está el bien. Basta saber qué es, y dónde está, el mal. Y combatirlo.
Querer imponer la perfección o el bien a la fuerza ha sido una de las características de la modernidad