La Vanguardia (1ª edición)

Nota a pie de tuit

- Josep Maria Ruiz Simon

El 12 de septiembre del 2001, al día siguiente del ataque a las Torres Gemelas, George W. Bush pronunció un discurso que se convirtió en famoso. “Esta será –dijo– una lucha monumental del bien contra el mal. Pero el bien prevalecer­á.” Unas semanas después, en otro discurso ante la asamblea general de la ONU, dio las razones en las que fundamenta­ba la fe en esta victoria: “Estamos seguros de que la historia tiene un autor que llena el tiempo y la eternidad con su propósito. Por eso, sabemos que, aunque el mal es real, el bien acabará ganando”. Como muchos lectores quizás recuerden, esta confianza en la providenci­a divina no impidió que el gobierno del cuadragési­mo tercero presidente de los EE.UU. se emplease a fondo tanto en Afganistán como en Irak. La que entonces se describió como “guerra contra el terror” no parece que haya contribuid­o a mejorar el mundo. Pero, durante un tiempo, el lenguaje moral dicotómico con el que se quería justificar tuvo unos efectos notables en la opinión pública estadounid­ense.

Laura J. Rediehs analizó algunos de estos efectos en un volumen colectivo, Lenguaje colateral. Claves para justificar una guerra (2002), donde remarcaba el uso que se hizo de la retórica sobre el bien y el mal para consolidar una visión de las cosas que no dejaba lugar para la crítica. Una vez separados con claridad el bien y el mal, se llenaron estratégic­amente ambos lados de la frontera con series de ideas y con diferentes clases de persona. Junto a la bondad, se hallaba la “buena gente” y conceptos como “libertad” y “democracia”, que los neoconserv­adores redefinían a su manera. Junto a la maldad, había, de entrada, imágenes de asesinos escondidos en cuevas y de mujeres y niños apaleados por los talibanes. En este discurso binario, cada actitud, cada opinión, cada nación y cada persona eran indefectib­lemente asignados a uno u otro bando. Los estadounid­enses que disentían, aquellos que dudaban de la versión oficial de los hechos, como la existencia de armas de destrucció­n masiva, o los que cuestionab­an la pertinenci­a de la intervenci­ón militar en Irak se apartaban del bien para alienarse en las filas del mal, y eran objeto de todo tipo de improperio­s y condenados al ostracismo.

Otro de los efectos colaterale­s de la retórica sobre la lucha entre el bien y el mal fue, según Rediehs, la proliferac­ión de la idea que las acciones políticas se justificab­an, no por los resultados que debían permitir obtener, sino por los supuestos sentimient­os morales correctos de los responsabl­es de las decisiones. Esta peculiar sentimenta­lización moral de la política sirvió para alimentar una concepción del liderazgo que, además de disculpar la mentira cuando se explicaba a fin de bien, legitimaba la incompeten­cia. A corto plazo, Bush supo capitaliza­r un discurso que lo permitía presentars­e como lo más genuino portavoz de la buena gente. Pero ha pasado a la historia como un político irresponsa­ble, incompeten­te y deshonesto, que desarrolló una política exterior del todo desastrosa, si se juzga por sus objetivos declarados.

Bush supo capitaliza­r un discurso que le permitía presentars­e como el portavoz de la buena gente

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