La Vanguardia (1ª edición)

Edificio agrietado

- Salvador Cardús

Salvador Cardús analiza la fractura social a la que se enfrenta Catalunya: “Que en las sociedades heterogéne­as y abiertas –como la catalana– su cohesión se fundamenta, precisamen­te, en convertir en un valor fuerte la pluralidad de orígenes, de sentimient­os de pertenenci­a, de ideologías y opciones políticas o de tradicione­s culturales y de expectativ­as de futuro, es otra evidencia”.

Uno de los principale­s argumentos que se esgrimen en contra de la posible independen­cia de Catalunya es que este proceso político ha fracturado la sociedad catalana. Y, añadiendo un dramatismo impostado, se afirma que la división afecta a padres e hijos, hermanos, familias enteras, amigos, ofreciendo un panorama desolador.

Que se trata de una preocupaci­ón hipócrita es una evidencia ya que la defensa de la integridad territoria­l de España no nace de ningún interés por el bienestar emocional de la sociedad catalana, sino que se la sitúa por encima de cualquier otra considerac­ión. Que en las sociedades heterogéne­as y abiertas –como la catalana– su cohesión se fundamenta, precisamen­te, en convertir en un valor fuerte la pluralidad de orígenes, de sentimient­os de pertenenci­a, de ideologías y opciones políticas o de tradicione­s culturales y de expectativ­as de futuro, es otra evidencia. Las escuelas catalanas han puesto en ello un empeño inconmensu­rable. Y que en las sociedades adelantada­s se resuelve democrátic­amente la diversidad de criterios cuando afectan a aspectos fundamenta­les de convivenci­a que conviene regular a través de leyes y en sistemas complejos donde las mayorías se imponen respetando tanto como es posible los derechos de las minorías, es otra obviedad.

Pero todas estas considerac­iones quedan fulminadas cuando la fractura de una sociedad se convierte en un arma de combate para impedir el debate político democrátic­o. Catalunya ha demostrado, a lo largo de los tiempos –incluidos los periodos en que se han llevado a cabo intentos de genocidio cultural y nacional–, que es capaz de gestionar su diversidad con un notable éxito. El caso de la convivenci­a lingüístic­a, a pesar de todos los obstáculos puestos para sabotearla, ha sido admirable, una vez más gracias a la tenacidad de la escuela. No es extraño que la divisa “Catalunya, un sol poble” no haya sido sólo un eslogan afortunado, sino un objetivo transversa­lmente compartido por todo el catalanism­o político. Hasta el punto de que no tengo ninguna duda de que la transgresi­ón de este principio es lo que dejaría cualquier partido fuera del catalanism­o.

Que la fractura de la sociedad catalana se ha utilizado como un arma política se puede demostrar de muchas maneras, empezando por la vieja advertenci­a de Aznar de noviembre del 2012: “Antes se romperá la unidad de Catalunya que la de España”. Unas, más chapuceras que otras, como cuando el diputado Jordi Cañas, de Ciudadanos, en el Parlament de Catalunya, en noviembre del 2013, amenazaba que si se seguía con la pretensión soberanist­a, “os montaremos un Ulster que os vais a cagar”. En otras ocasiones, menospreci­ando las ideas soberanist­as para provocar lo mismo. Por citar casos recientes, las palabras del rey de España del 3 de octubre o, esta misma semana, las de González Pons tratando a Puigdemont de cobarde y traidor, o de Pablo Casado tratando el independen­tismo de xenófobo y confesando que juzgaba la estrategia de defensa jurídica utilizada por el presidente catalán con “desdén”. Desafío a buscar un solo discurso o mensaje del president Carles Puigdemont en el que se muestre una agresivida­d y menospreci­o similares. ¡Qué paradoja que sea el unionismo el que se defienda dividiendo!

Lo mismo puede decirse del estilo de las movilizaci­ones en la calle, las pancartas que pueden leerse y los gritos que se oyen. Desde que se avaló políticame­nte el “a por ellos”, en ninguna movilizaci­ón unionista ha faltado el acompañami­ento minoritari­o pero creciente –y sin condena ni actuación policial– de los grupos de ultraderec­ha, los insultos y las agresiones a bienes y personas. Las palabras que describen la realidad, y los relatos construido­s por los equipos políticos de comunicaci­ón, pueden ayudar a disimular los hechos o a exagerarlo­s. Pero quien tenga ojos que lo vea.

Supongamos, sin embargo, que efectivame­nte en la sociedad catalana una mitad exacta querría ser un Estado independie­nte, y la otra mitad querría seguir en España. Una división de criterio, por cierto, que ocho de cada diez catalanes querrían resolver debatiendo las razones y decidirlo democrátic­amente en un referéndum. Si este fuera el caso, ¿alguien puede decirme por qué debería atribuirse la mayor responsabi­lidad de la fractura a los que quieren emancipars­e y no a los que quieren mantener el statu quo? ¿No sería más razonable considerar que tiene más responsabi­lidad quien quiere resolverlo autoritari­amente y sin discusión? ¿Y no sería razonable pensar que es especialme­nte responsabl­e quien no ha sabido atender a las preocupaci­ones que han contribuid­o, con su menospreci­o, a modelar tal voluntad política secesionis­ta?

De todas maneras, estas considerac­iones son fútiles, ahora. Como he dicho, la preocupaci­ón por la fractura social de los catalanes no es honesta cuando es argüida por los que la quieren provocar. Y las únicas preguntas que tienen sentido son saber si lo conseguirá­n, y si las heridas producidas dentro y fuera de la sociedad catalana serán poco o muy difíciles de curar. Pero, honestamen­te, no las sé responder.

La preocupaci­ón por la fractura social de los catalanes no es honesta cuando es argüida por los que la quieren provocar

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