La Vanguardia (1ª edición)

El taconeo de las guaraches

- Lluís Amiguet

Platico con el doctorcito GonzálezSa­ntoyo a punto de aterrizar en Mexico City (ya no es DF). Mi cuate Santoyo se doctoró en la URV y en los años noventa fue vecino de mis padres en la puritita rambla de Tarragona, así que me pregunta si son muchos los independen­tistas catalanes. Le digo que sí, que lograron dos millones de votos en el 2015 y él se encoge de hombros y señala hacia abajo: “Serían un barrio aquí, donde viven 25 millones; y en todo México, 120”. Por la noche, ya en su casa de Morelia, se une a la plática con su rostro tostado y cejijunto bajo el sombrero ranchero el señor Santoyo padre, que dejó de estar entre los vivos a los 98 años, ahora hará dos.

Compartimo­s con él el día de los Muertos y varios tiros de Tapatio, que era su tequila favorito y aún lo sigue siendo cuando en noches como esta vuelve a la mesa. Es decir, está su foto mirándome ahora mismo con la sonrisa ancha de quien supo vivir y morir, dice su hijo, sin pelearse con nadie más de lo justo.

Cuando, hacia el quinto tequilazo, su padre empieza a corporeiza­rse ante nosotros, hablamos de nuestros países. Y la noche de muertos se llena de historias de tíos vivos hasta que Santoyo resume en doce palabras como doce apóstoles nuestros problemas: “La chingada de Catalunya cuando yo estaba allí era el 3%, pero la chingada de México ahora mismo es el 30%: todo lo demás es dejar que nos taconee una de guaraches”. Me gusta tanto lo de las guaraches, alpargatas, que me lo apunto en el móvil: hemos dejado que nos dirijan, traduzco para mí, gente incompeten­te cuando no corrupta aquí, allá y acullá. Y ahora pagamos las consecuenc­ias.

Y ratificand­o la sentencia del güey Santoyo cuando ya se acaban las velas del altarcito donde cenamos con sus muertos –y los míos, que también nos escuchaban y estarán leyendo esto– llegan a mi móvil a través del océano dos funestas alertas de La Vanguardia .Yla velada se convierte en un preocupant­e carnaval de cárceles y presos.

Me asusta más lo que se me anuncia en ellas que ver llegar a oscuras el desfile de Catrinas (danzantes esqueletos de señoras atildadas que antaño los peones harapiento­s sacaban de sus tumbas para recordar a los amos adónde irían a parar y que hoy sintetizan en marchas callejeras la historia de México: la danza del hambre y la riqueza).

El doctorcito sirve otra quesadilla a su padre y a mí me ve tan deprimido que ¡híjole! me dispara otro tirito de Tapatio y me consuela sentencios­o: “Vamos, compadre, no se tome la vida demasiado en serio; después de todo, no va a salir vivo de ella”.

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