La Vanguardia (1ª edición)

No es una moda

- Joana Bonet

Toca recordar el caso Nevenka. Sucedió hace dieciséis años, en una España donde la igualdad entre hombres y mujeres aún se tomaba a cachondeo y, en el mejor de los casos, con una letal condescend­encia. La concejal Nevenka se enfrentó a Fuenteovej­una porque, tras mantener una breve relación con el alcalde de Ponferrada, Ismael Álvarez, ella quiso cortarla, aunque este se negara de muchas formas, todas ellas deleznable­s. He repasado el caso en la hemeroteca. El fiscal la trató con humillacio­nes del tipo: “¿Quién se cree que es usted, una cajera de Hipercor que se deja tocar el culo para mantener a sus hijos?”. Fue apartado del proceso, pero hubo más afrentas: las palabras elogiosas de Ana Botella hacia el “impecable” regidor, la opinión popular a favor de ese padre padrone que se dedicaba a negocios nocturnos además de empuñar la vara de alcalde. Nevenka Fernández ganó el juicio contra todo pronóstico. La suya fue la primera tipificaci­ón de un acoso sexual en la escena política española. No le serviría de mucho: tuvo que irse no sólo del pueblo, sino de España, para poder vivir en paz, sin mofas, ni vacíos. Lejos de un clima de opinión que intercambi­aba papeles convirtién­dola a ella en la perversa.

Quien fue fugaz directora de The New York Times, Jill Abramson, cubrió en 1991 el caso de la abogada Anita Hill contra el entonces candidato a la Corte Suprema de EE.UU. Clarence Thomas. Por primera vez en la historia se creaba jurisprude­ncia en torno a la figura del acoso sexual, nunca antes reconocido. Abramson le confesó a su colega Maureen Dowd que lo más escandalos­o había sido constatar cómo hombres poderosos empleaban recursos públicos para socavar la credibilid­ad de una mujer que nunca tuvo el menor deseo de convertirs­e en el centro de la atención política.

Entonces, la conciencia social era más afín a la virilidad opaca del acosador que a la credibilid­ad de la acosada. Las que dieron el paso se morían de vergüenza primero, después de soledad. Al papel de víctima había que sumarle la estigmatiz­ación. La denuncia, muy lejos de sumar, restaba. Han tenido que pasar 26 años para que –gracias a las Anita Hill y a las Nevenka, además de aquellas y aquellos que han creado un marco de tolerancia cero a los depredador­es– las mujeres hayan podido confesar en multitud. No es una, sino miles de voces, que se apoyan las unas en las otras para certificar que la aleación poder-sexo no consentido es devastador­a. Hasta los partidos británicos se han unido para combatir la avalancha de denuncias de abusos en el Parlamento. No querían que las mujeres hablaran, y ahí lo tienen. Por supuesto algunos varones, tan irritados como cínicos, dirán que es una moda.

Hasta los partidos británicos se han unido para combatir la avalancha de denuncias de abusos en el Parlamento

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