La vida como obra de arte
La semana pasada falleció en Barcelona la pintora Cachi Soler, una de las últimas creadoras catalanas con verdadera alma de artista. Nacida en Vilafranca del Penedès, marchó de niña a Cuba huyendo de la guerra civil. Tras una primera etapa en la zona de Oriente dónde muchos catalanes vieron cumplidos sus sueños, se trasladó con su familia a La Habana. Aquella infancia en el Caribe forjó hondamente su persona, marcada por la alegría, el don de gentes, el sentido del humor, la capacidad de improvisación, y también por un poderoso magnetismo que terminaría reflejándose en su obra.
Tras su regreso a España en 1945, recibió como tantas otras jóvenes la férrea educación franquista; pero la fe en sí misma la impulsó a buscar refugio en los pinceles. Estudió Bellas Artes en la Escola de la Llotja de Barcelona, dónde compartió aulas con figuras emergentes como Grau Garriga, quien pronto supo valorar aquel talento mestizo que se movía a ambas orillas del mar. Afortunadamente Cachi Soler tuvo muy buenas compañeras de viaje. Pertenece por derecho propio a la generación de pintoras catalanas de posguerra, que tuvieron que abrirse camino en un ambiente dominado por los hombres. Pintoras como Montserrat Gudiol, María Asunción Reventón, Jou Paulet, Elisa Rubió, Clara Guillot, etc., serían a la postre precursoras de la pintura femenina actual, que se mueve al fin en los escenarios de la libertad.
A mediados de los años cincuenta, Cachi Soler se casó con el médico y escritor Miguel Dalmau Cira, que fue uno de los internistas más brillantes y respetados de su época. Durante tres décadas, el salón de su casa se convirtió en un refugio para las almas curiosas y también de las almas perdidas, que pudieron disfrutar de aquel foco de cultura inestimable, presidido por un hondo sentido de la amistad y unas conversaciones de alta escuela. Por allí pasaron figuras egregias de la medicina, como Agustí Pedro Pons, poetas como Salvador Espriu, J.V. Foix o Enrique Badosa, e intelectuales como Pedro Laín Entralgo. Su casa fue un punto de encuentro cálido y refinado, pero también informal, abierto a todas las miradas y opiniones, rico en palabras encendidas, pero siempre conciliadoras y destinadas a perdurar. Todo un humanismo que el país ha perdido.
A raíz de la prematura muerte de su esposo, Cachi Soler se dedicó a sus seres queridos, que eran muchos, y a desarrollar a fondo su talento creador. Centró su trabajo en unos óleos de tonalidades muy vivas, que reflejaban un poco al modo impresionista la esencia evanescente de las cosas, des de las calles de Barcelona, las viñas del Penedès, los mares y cielos del Mediterráneo, o los mil rostros de la Sagrada Familia. También cultivó con éxito la acuarela, dónde su delicado sfumato rayaba la perfección, y a las ilustraciones de libro. Sus dibujos para El Coronel no tiene quien le escriba, por ejemplo, dejaron asombrado al propio Gabriel García Márquez, porque esta artista catalano-cubana había sabido plasmar en tinta el drama de unos personajes solitarios que aguardaban la redención junto a un río sin retorno. También son muy valiosas sus aguadas del libro Rutas para la Paz, editado por la Unesco, o las ilustraciones tan valientes para el poemario Alzaré Mi Voz, de Federico Mayor Zaragoza. Cachi Soler tampoco descuidó la escultura, que partiendo de la escuela de Federic Marés la llevó a modular una obra centrada en las vivencias femeninas, en especial la maternidad, que resurgía de su barro con una fuerza y ternura conmovedoras.
Aunque expuso en distintas salas, en París, Barcelona, Madrid, México o La Habana, su espíritu indómito le enseñó que la alegría de crear en libertad siempre es más pura, más noble y mas bella que el afán de vender y de venderse a cualquier precio. Por eso, la mayor parte de su obra pertenece a colecciones privadas, dónde va a pervivir como una rara expresión de intensidad vital e independencia artística. Mujer dinámica, optimista, generosa y polifacética, tuvo en el bolero una de sus grandes pasiones. Actualmente conducía un espacio radiofónico dedicado a la música latinoamericana y preparaba una nueva exposición, esta vez en Río de Janeiro.
No sería justo concluir este retrato de Cachi Soler sin recordar que tuve el inmenso honor de que fuera mi madre. Muchos otros también la quisieron mucho. Quizás este detalle no quiera decir nada, pero sin duda lo explica todo y nos anima a seguir creyendo en nuestra propia vida como la mejor obra de arte.