Tiger Woods no se rinde
EL EX NÚMERO UNO DEL MUNDO DE GOLF VOLVERÁ A COMPETIR TRAS SUPERAR CUATRO OPERACIONES DE ESPALDA Y LOS ESCÁNDALOS POR SUS INFIDELIDADES
Mientras el circuito europeo afronta sus últimas semanas de la temporada, en el PGA Tour norteamericano ya se ha puesto en marcha el curso 2018. En la última semana, Justin Rose (Turquía) y Patrick Cantlay (Las
Vegas) han salido triunfadores a ambos lados del Atlántico. Los dos encontraron la luz tras pasar por un calvario de lesiones. Casualidad o no, dos ejemplos perfectos para Tiger Woods en la semana que ha anunciado su regreso a la competición para finales de noviembre. El golfista que más semanas ha estado en lo más alto del ranking mundial en toda la historia tampoco quiere rendirse.
Tiger, que en diciembre cumplirá 42 años, acumula 79 victorias en el PGA Tour, sólo superado por las 82 de Sam Snead, pero no gana desde el 2013, cuando obtuvo cinco victorias y se llevó el premio al mejor jugador del año. Desde entonces está viviendo un calvario. Apenas ha participado en 19 torneos en cuatro años. El último, el pasado mes de febrero en Dubái. Y se ha tenido que someter a cuatro intervenciones en la espalda en los últimos tres años (abril del 2014, septiembre y octubre del 2015, y abril del 2017).
Su gran obsesión ha sido siempre superar los 18 grandes de Jack Nicklaus. Ser el golfista más grande de la historia también en números, porque ningún otro jugador ha dominado tanto el juego como él. Todo iba por el buen camino hasta que las cosas empezaron a torcerse en 2008. Con la rodilla maltrecha, Tiger lograba en Torrey Pines el US Open, una de las victorias más heroicas de la historia del golf. Era su Grand Slam número 14. Pero nueve años más tarde, la cuenta no se ha movido.
Después de aquello, llegarían dos operaciones de rodilla y empezaría un largo vía crucis. Un año más tarde, se destaparía el escándalo de sus infidelidades a raíz de un accidente de coche que acabaría con su divorcio de Elin Nordegren, la madre de sus dos hijos, Sam y Charlie. Tiger Woods, uno de los personajes más discretos y misteriosos de la historia del deporte, se veía obligado a salir en público y admitir que tenía un problema con el sexo. A pedir perdón por las infidelidades. Aquello ya no era golf, la prensa rosa se frotaba las manos.
Tiger Woods ha sabido recomponer su vida desde entonces. Ejerce de padre con todas la de la ley. Incluso ha hecho labores de entrenador en el equipo de fútbol de su hijo Charlie, cuyo mayor ídolo ya no es su padre sino Leo Messi, a quien pudo conocer en la última gira norteamericana del Barça. La foto de Woods vestido de azulgrana le llenó de orgullo.
Este proceso de humanización que ha sufrido Tiger en los últimos años, más afable con sus compañeros y más cercano en general, nada tiene que ver con el Tiger dominador de sus primeros años, cuando no concedía ni media sonrisa de más. Ganar, ganar y solo ganar era lo que ocupaba su mente.
No fue una infancia fácil la suya. Creció junto a su padre, Earl, un ex boina verde del ejército norteamericano, que le hizo de padre y amigo. Earl no cogió un palo de golf hasta los 42 años, pero desde entonces no lo soltó y transmitió esa pasión a su hijo. Padre e hijo lo hacían todo juntos, hasta el punto de que el profesional del campo de golf de la Marina donde jugaban a diario en California mostró su preocupación por el hecho de que el chico no tuviera amigos. Tiger creció sin hermanos y, hasta que ingresó en Stanford sus amigos eran los militares retirados con los que su padre jugaba a golf.
Su pasión por el golf creció en la misma medida que su admiración hacia el ejército norteamericano. Un admiración que se convirtió en obsesión. Tiger reconoció en una de sus muchas visitas a campos de entrenamiento secretos de los SEAL –las Fuerzas Especiales–, con los que se entrenaba de vez en cuando, que le hubiera gustado ser uno de ellos si no hubiera sido golfista.
La muerte de su padre en 2005 supuso un antes y un después en su vida. Entró en un círculo oscuro y empezó a alejarse de su mujer. Empezó a visitar a los SEAL más a menudo, cosa que advirtió Hank Haney, su entrenador por aquel entonces, avisándole de que estaba poniendo su carrera en riesgo con esos entrenos tan duros. Y, cuando acababa de entrenarse, se sentaba a jugar al videojuego Call of Duty horas y horas.
Tiger siempre ha sido un luchador. Las lesiones le han azotado con tal crudeza que hace un par de años, en el fondo del pozo, confesaba por primera vez que podría no volver a competir nunca. Pero no se rindió y a finales de noviembre volverá a acaparar todas las miradas en el Hero World Challenge, en las Bahamas. También la de su padre, desde el cielo. Honrarle sigue siendo uno de los motores de su vida.