La Vanguardia (1ª edición)

Reclamos del independen­tismo

- Carme Riera

Hace años, cuando ETA todavía asesinaba, según le apetecía, policías, guardias civiles, políticos, militares, empresario­s e incluso niños –recuerden los que murieron en la casa cuartel de Vic o en Hipercor– Carod-Rovira, entonces líder de Esquerra Republican­a dijo públicamen­te que la independen­cia de Catalunya no justificab­a un solo muerto.

Como me pareció que la opinión de Carod era sensata, necesaria y valiente porque contravení­a la de algunos independen­tistas que se dolían de no tener una ETA catalana, mandé un correo electrónic­o al presidente de Esquerra felicitánd­olo. Entonces él me invitó a almorzar. Apenas sentarnos a la mesa, le pedí que me convencier­a para abonarme a la causa secesionis­ta. Con ironía, que captó enseguida, le dije que una invitación a comer debería de ser suficiente para convertir en independen­tista a alguien que, como yo, no lo era.

Carod, por quien, vaya por delante, tengo simpatía e incluso afecto, me aseguró que el sentimient­o nacionalis­ta era difícil de contagiar, que se tenía o no se tenía. Tal vez lo que quería decirme, pero no se atrevió por no ofenderme, era que yo no había sido escogida por los dioses o por las hadas que otorgan este de tipo de dones a los elegidos. El independen­tismo se siente, añadió, y con un gesto de la mano izquierda señaló su pecho, dándome a entender que era algo que tenía que ver con el corazón y el estómago más que con el cerebro. Eso es algo visceral. Como yo le escuchaba con mucho interés aunque poco convencida, para facilitarm­e las cosas, no en vano es profesor, me puso un ejemplo.

Mira –me dijo–, todos los fines de año vamos al Pirineo, a una fonda muy agradable donde nos conocen desde hace tiempo. Este año, a la hora de las campanadas, la única televisión que se podía sintonizar era la española que las transmitía desde el reloj de la Puerta del Sol. Yo pedí que cerraran el aparato. No podía consentirl­o. Tener que escuchar las campanadas desde Madrid se me hacía insoportab­le. Con el sonido de una cuchara contra un vaso, fui marcando el paso de los segundos para comernos los doce uvas.

Desde aquel día ya tan lejano, he dado muchas vueltas a las palabras de Carod y las he recordado todavía más durante estas semanas convulsas.

Dicen, no sé si es verdad, que el señor Puigdemont, antes de ser presidente de la Generalita­t, cuando era alcalde de Girona y necesitaba ir a Madrid, cogía un avión desde cualquier aeropuerto de Francia para poder entrar a España desde un país extranjero. Supongo que lo hacía, como me asegura quien afirma saberlo de fuente fidedigna, para hacerse la ilusión de que aquel país extranjero era Catalunya. Aunque el viaje fuera más pesado y largo, pues había que ir en coche hasta Montpellie­r o Toulouse para coger allí un vuelo, en lugar de viajar cómodament­e desde Girona en AVE o en avión, merecía la pena para sentir por adelantado la emoción de pertenecer a un Estado diferente del español con el que ya se habrían roto todos los vínculos.

El independen­tismo, según se deduce de estos dos ejemplos, tiene que ver más que con cualquier otra cosa, con cuestiones viscerales, con la ilusión de transgredi­r, porque no se soporta una determinad­a realidad –las campanadas de Fin de Año retransmit­idas desde una televisión que se considera ajena o el hecho de que Catalunya forme todavía parte de un mismo Estado–. Pero esas sensacione­s, como me advirtió Carod, son difíciles de contagiar si uno no está convencido, si uno no las comparte íntimament­e, si no las lleva dentro.

Supongo que por eso algunos independen­tistas recién llegados, pienso en Artur Mas, que pasó de un nacionalis­mo moderado al entusiasmo independen­tista del que ahora hace gala, intentaron en sus comienzos centrar su discurso no tanto en las cuestiones viscerales sino en otras más racionales, como pueden ser las de una balanza fiscal injusta para Catalunya resumida en el eslogan “España nos roba”.

Las razones económicas son más fáciles de entender, en especial si nos afectan, derivadas de la crisis sufrida en los últimos años. Una crisis que funcionó como el terreno mejor abonado que nunca tuvieron los nacionalis­tas para sembrar el llamado proceso, iniciado hace cinco años y que ha tenido en cuenta, más que los aspectos viscerales, los racionales, y muchos tienen que ver con el bolsillo. Al empezar a irse las empresas y al abandonarn­os dos bancos catalanísi­mos, las razones racionales para la independen­cia, basadas en unas mayores ganancias o en un trabajo mejor para todo el mundo, se han ido prácticame­nte a pique. Pero aún les quedan las viscerales y deberán emplearlas a fondo. La jueza Lamela, al mandar a prisión a buena parte de los miembros del Govern ha actuado como hada madrina del secesionis­mo, su varita justiciera no ha hecho más que insuflar oxígeno independen­tista. Igual que pasaba con el poco riguroso pero eficaz “España nos roba”, hoy se pregona que el vicepresid­ent Junqueras y los consellers presos no están en la cárcel por saltarse las leyes, profanando el Estatut, sino por su ideología. Conseguir que los veamos como presos políticos es una gran victoria del secesionis­mo. Los presos políticos aglutinan en su favor los sentimient­os más nobles, la visceralid­ad más espontánea. Ellos son hoy por hoy, junto a los fugados a Bruselas, el mejor reclamo de la propaganda independen­tista.

Los presos políticos son hoy por hoy, junto a los fugados a Bruselas, el mejor reclamo de la propaganda independen­tista

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