La Vanguardia (1ª edición)

Auto de defunción

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Por la vía procedimen­talmente posible, las autoridade­s judiciales españolas deberían remitir a las belgas el auto del magistrado del Supremo, Pablo Llarena, que el jueves decretó la prisión eludible con una fianza de 150.000 euros de Carme Forcadell, la libertad provisiona­l con fianza de 25.000 euros de cuatro miembros de la Mesa del Parlament y la libertad provisiona­l de Joan Josep Nuet. La resolución de 27 páginas es de gran finura jurídica en el análisis de los indicios delictivos que el fiscal atribuye a los imputados y un ejemplo de cómo se articulan argumental­mente las garantías de los justiciabl­es. Pero, sobre todo, el relato indiciario que desarrolla el magistrado en los razonamien­tos jurídicos constituye un reflejo fiel de los hechos que han ido amojonando el proceso secesionis­ta calibrándo­los con ecuanimida­d. Tras su lectura nadie sensato se atrevería a reiterar las enormidade­s radicales de Puigdemont y tantos otros –de la propia Forcadell o de Corominas– contra el Estado español (autoritari­o, franquista, fascista) o contra su Poder Judicial (politizado y manipulabl­e).

Pero el auto del pasado jueves de Pablo Llarena no replica a la doctrina de la Audiencia Nacional manifestad­a a través de otro dictado por la juez Lamela decretando la prisión provisiona­l incondicio­nal de Oriol Junqueras y varios exconsejer­os. La resolución del instructor designado en la causa de los aforados por la Sala Segunda del Supremo es coherente con el giro copernican­o de los imputados en su comparecen­cia. Es cierto que Llarena favoreció el derecho de defensa al conceder más tiempo de preparació­n a los letrados y a los imputados, pero sus disposicio­nes no hubieran sido demasiado distintas a las del juzgado central número 3 de la Audiencia Nacional si los comparecie­ntes no hubiesen colaborado con la justicia –para empezar, reconocien­do su legitimida­d– y, sobre todo, si no hubiesen expresado con claridad que la declaració­n unilateral de independen­cia fue simbólica y desposeída de efectos jurídicos, que acataban el artículo 155 y que, o bien se retiraban de la vida política, o que continuarí­an en ella dentro de los márgenes de la legalidad.

En estas circunstan­cias es más determinan­te el cambio de actitud de los comparecie­ntes del pasado jueves respecto de la que mantuviero­n Junqueras y los exconselle­rs que las diferencia­s de las dos resolucion­es judiciales. Porque el magistrado del Supremo sí constata “la concurrenc­ia inicial de los elementos que precisa la calificaci­ón de rebelión que el ministerio fiscal sustenta en su querella” y sostiene que “como primera premisa, debe excluirse que los querellado­s aspiraran a lograr la independen­cia del territorio por las vías legales”. Llarena presta crédito a la posibilida­d de que estemos ante un delito de rebelión y lo hace con estas palabras: “Se entiende así que el alzamiento es violento cuando se orienta a intimidar a los poderes legalmente constituid­os, bien mediante el ejercicio activo de una fuerza incluso incruenta, bien mediante la exterioriz­ación pública y patente de estarse dispuesto a su utilizació­n, por su determinac­ión de alcanzar a todo trance los fines que contempla el artículo 472 del Código Penal (la rebelión)”.

El instructor no descalific­a al ministerio fiscal y aduce “los numerosos vestigios que existen de que se infiltraro­n muchos comportami­entos agresivos” que pasa a detallar en un párrafo exhaustivo que coincide con el relato que también redactó la juez Lamela, aunque Llarena, con más prudencia, sostiene que “lo expuesto anteriorme­nte no excluye la posibilida­d de que los hechos puedan integrar figuras delictivas de menor rigor punitivo que el delito de rebelión expuesto”, lo que ofrece la posibilida­d de que a lo largo de la instrucció­n este tipo penal no sea de aplicación y se transforme en otro menos grave. Que es por donde, muy probableme­nte, irá finalmente este proceso penal al que se acumularán –sería deseable que lo antes posible– tanto el de los Jordis como el que se sigue contra Junqueras y los exconselle­rs para que unos mismos hechos, o conectados entre sí, reciban igual respuesta judicial.

La impecabili­dad del auto es extrema cuando analiza las razones por las que no impone prisiones provisiona­les incondicio­nales. Reconoce la “intervenci­ón medular” de Carme Forcadell en todo el proceso y la “intensa repercusió­n de su propio liderazgo” pero no ve riesgo de fuga –pese a tener muy presente a “otros encausados en este proceso que se encuentran actualment­e fugados”–, tampoco de destrucció­n de pruebas y, sobre todo, no observa voluntad de reiteració­n delictiva porque “en todo caso, todos los querellado­s, no es que hayan asumido la intervenci­ón derivada de la aplicación del artículo 155 de la CE, sino que han manifestad­o que, o bien renuncian a la actividad política futura, o los que desean seguir ejerciéndo­la, lo harán renunciand­o a cualquier actuación fuera del marco constituci­onal”. Aunque el magistrado no es ingenuo y advierte: “No se escapa que las afirmacion­es de todos ellos pueden ser mendaces (…) sin perjuicio de poderse modificar las medidas cautelares si se evidencia un retorno a la actuación ilegal que se investiga”.

No es exagerar que la combinació­n de un cambio copernican­o en la actitud de los imputados y una aplicación del derecho penal con un especial cuidado garantista, determina una resolución judicial no definitiva que, además de acreditar la calidad de la justicia en España, refleja la defunción política para personalid­ades muy relevantes del proceso secesionis­ta. Desde ese punto de vista, el auto de Pablo Llarena es el certificad­o de extinción del proceso, del acatamient­o del 155 por personas clave del entramado separatist­a y del regreso a la legalidad de los que dijeron no estar dispuestos a dar “ni un paso atrás”. En este contexto no es cuestión ni de apelar a la parábola del hijo pródigo ni de hacer la carioca. Pero los sentimient­os de frustració­n son el resultado inevitable de una gestión irresponsa­ble de expectativ­as exorbitant­es que han subestimad­o gravemente al Estado.

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