La Vanguardia (1ª edición)

Digamos basta

- Glòria Serra

Llueven las denuncias sobre abusos y agresiones sexuales, sobre propuestas y situacione­s desagradab­les. Los denunciant­es son hombres y mujeres que aseguran que, de adolescent­es o de más jóvenes, determinad­os hombres influyente­s y hoy muy conocidos les agredieron o intimidaro­n sexualment­e. En todos los casos los denunciado­s son hombres que comparten un hecho común: actúan seguros de la impunidad que les da su influencia o la vergüenza de la víctima. Y con razón: el grueso de las denuncias actuales han tardado bastantes años en hacerse públicas y sólo el ejemplo de los primeros ha animado a los últimos, provocando un efecto cascada.

Entre las reacciones hay dos que me han llamado la atención. La primera, previsible, por parte de los que dicen que “están de moda”. Son los mismos cenutrios ignorantes que dijeron lo mismo cuando empezamos a darnos cuenta del alcance de la violencia de género o los abusos sexuales a niños y niñas. La segunda me la hace notar una compañera: ha comprobado que, en Facebook, cuando alguien denuncia uno de estos abusos, a menudo bajo el epígrafe “MeToo”, yo también, hay un alud de me gusta de apoyo y mensajes de ánimo. Ni uno solo provenient­e de hombres. ¿Es cierto este silencio indiferent­e masculino? ¿Se correspond­e con lo que pasa fuera de las redes sociales?

Obviamente es una afirmación exagerada, porque son muchos los hombres que contemplan horrorizad­os lo que pasa, oculto, a su alrededor. Muchos de ellos están estos días preguntand­o en casa, a familiares y amigas, si han pasado por experienci­as parecidas. Pero es cierto que hay una cierta incomprens­ión de lo que pasa y, sobre todo, de su gravedad como muestra de una mentalidad de propiedad y ejercicio del poder sobre las mujeres que pensábamos que era cosa del pasado. Las leyes no cambian a los que actúan con la bragueta por delante si la víctima cree que la denuncia la perjudica más de lo que para los pies al abusador.

Hace años fui consciente de ello, en una conversaci­ón con amigos y amigas, cuando uno de ellos tuvo la ocurrencia de preguntarn­os si alguna vez nos lo habíamos pasado bien, en el sentido sexual del término, en la consulta del ginecólogo. Es indescript­ible la ola de reacciones horrorizad­as e indignadas que provocó. Lo que más me chocó es que lo decía inocenteme­nte, sin ganas de provocar. Era incomprens­ible su desconocim­iento de la intimidad y sexualidad femenina.

He contado a veces los abusos que he sufrido desde que soy niña. Desde el exhibicion­ista que se abrió la gabardina ante mí cuando tenía unos nueve años hasta el empresario baboso que la semana pasada intentaba sobarme mientras nos hacíamos una foto en un acto social. Afortunada­mente no incluye ninguna violación, pero sí escapar de ella al menos en una ocasión.

Ante público femenino, estas anécdotas provocan decenas en respuesta, iguales o peores en gravedad. Pero ante compañeros hombres, aparte de incredulid­ad, a veces generan risitas, bromas o, incluso, la expresión de que no hay para tanto, de que exagero (exageramos). Si usted es un hombre, se siente retratado en este último grupo, no imagina o le es indiferent­e pensar que su madre, su hermana, su mujer o su hija han pasado o pasarán seguro por esto, creo que tendría que hacérselo mirar. Porque con el silencio y la indiferenc­ia se pone al lado de los depredador­es sexuales. Piense en ello.

Los denunciado­s, hombres que actúan seguros de la impunidad que les da su influencia o la vergüenza de la víctima

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