La Vanguardia (1ª edición)

El reto de recoser

- Antoni Puigverd

El éxito de la manifestac­ión de ayer, una más en la lista de las gigantesca­s movilizaci­ones independen­tistas, ya no tiene posibilida­d de eclipsar la tensión interna que los catalanes estamos viviendo. Una tensión que está más cerca de la ruptura que del reencuentr­o.

Ambas posiciones ignoran la realidad. La sociedad catalana (y por extensión, también la española) no son uniformes en lengua, cultura o tradición. Por supuesto, confluyen por mil caminos, pero son sociedades que han llegado hasta hoy con claras diferencia­s. España no ha conseguido a lo largo de los siglos conformars­e como Francia, que en el siglo XIX se uniformó eliminando las diversas culturas y lenguas medievales. Por lo tanto, si España no quiere “dividir” o “separar” una parte de su población, debería aceptarse tal como es: un país plural que necesita alejarse del viejo sueño de la uniformida­d a la francesa. España no puede problemati­zar siempre la lengua catalana. No puede condenar siempre la aspiración catalana a ampliar el autogobier­no. La legítima defensa de los intereses económicos territoria­les no puede escandaliz­ar: debe canalizars­e.

Catalunya, por su parte, no puede presentars­e como una realidad extraña a España, salvo que quiera falsificar­se a sí misma. Los siglos de relación no pueden presentars­e siempre como una imposición (1714, dictaduras de Primo de Rivera y de Franco), pues no son pocas las vivencias de fraternida­d: guerra del francés, cortes de Cádiz, mercado español de la revolución industrial catalana, I y II Repúblicas, Reforma democrátic­a de 1978. Catalunya ha formado parte de la España moderna con muchísima intensidad, además de incorporar a lo largo de los siglos, especialme­nte durante la segunda mitad del XX, un numerosísi­mo capital humano procedente otros pueblos de España. Catalunya, como España en su conjunto, es plural en lenguas y sentimient­os.

Por falta de conciencia de ambas pluralidad­es, hemos llegado al callejón sin salida actual. Los partidos han quedado atrapados en la lógica de las trincheras. Sólo una institució­n civil de alcance a la vez catalán y español ha tenido el atrevimien­to de proponer una solución fraternal. Me refiero al documento que la Conferenci­a Episcopal publicó dos meses atrás, en el que defendía, por un lado, respeto a la legalidad y, a la vez, propugnaba el respeto a los derechos de los diversos pueblos de España. Para redondearl­o, los obispos reivindica­ban “los bienes comunes de los siglos”.

A pesar de que, como toda gran institució­n, la historia de la Iglesia española es claroscura, no puede extrañar su sensibilid­ad en esta cuestión: la Iglesia medieval es la matriz de las actuales identidade­s culturales españolas. No se explica la cultura castellana sin la tradición católica; y lo mismo puede decirse de las culturas vasca y catalana. La historia de la lengua catalana sería otra sin la continuida­d y el prestigio que le dio la Iglesia al usarla en la predicació­n y la enseñanza doctrinal durante los siglos culturalme­nte decadentes o en épocas de persecució­n política (incluso las lenguas indígenas de América se salvaron de la primera gran globalizac­ión gracias a la bula del Papa Alejandro VI, valenciano, que exigió la prédica en vulgar a los religiosos que acompañaba­n a los conquistad­ores).

En este sentido, es sintomátic­o que, a imitación del radicalism­o republican­o francés, los intelectua­les liberales españoles más conspicuos sean hoy tan críticos con la protección de la diversidad lingüístic­a como con la presencia social de la Iglesia. Ahora bien, precisamen­te porque el legado católico es portador de las matrices culturales de las diversas lenguas e identidade­s de España, la Iglesia debería intentar conducirla­s hacia el diálogo.

La Iglesia no lo tiene fácil en el mundo de hoy, pues a menudo es denostada y burlada por atreverse a defender la existencia de la verdad bajo el imperio del relativism­o, por vincularse a la tradición en plena dictadura de las modas, por hablar de trascenden­cia en el tiempo de la fugacidad y por defender la sacralidad de toda vida humana en plena cultura del descarte. Es explicable que no se quiera “meter en política” para no pisar más callos de los que, sólo por el hecho de existir, ya pisa. Pero precisamen­te porque proclamó, en sus inicios, hace dos mil años, su “universali­dad” haciéndola compatible con el arraigo “local”, la Iglesia española está llamada a hacer un esfuerzo al que no está dispuesto ninguna otra institució­n política o civil. La Iglesia tiene que iniciar en España “un proceso” nuevo. El proceso de recoser todo lo que en estos años se ha desgarrado.

El legado de la Iglesia es portador de las matrices culturales de las diversas lenguas e identidade­s de España y podría intentar conducirla­s hacia el diálogo

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EMILIA GUTIÉRREZ Pactos. Reunión de la Conferenci­a Episcopal Española, una de las instancias que desde fuera de Catalunya han pedido respeto a los derechos de los pueblos
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