El reto de recoser
El éxito de la manifestación de ayer, una más en la lista de las gigantescas movilizaciones independentistas, ya no tiene posibilidad de eclipsar la tensión interna que los catalanes estamos viviendo. Una tensión que está más cerca de la ruptura que del reencuentro.
Ambas posiciones ignoran la realidad. La sociedad catalana (y por extensión, también la española) no son uniformes en lengua, cultura o tradición. Por supuesto, confluyen por mil caminos, pero son sociedades que han llegado hasta hoy con claras diferencias. España no ha conseguido a lo largo de los siglos conformarse como Francia, que en el siglo XIX se uniformó eliminando las diversas culturas y lenguas medievales. Por lo tanto, si España no quiere “dividir” o “separar” una parte de su población, debería aceptarse tal como es: un país plural que necesita alejarse del viejo sueño de la uniformidad a la francesa. España no puede problematizar siempre la lengua catalana. No puede condenar siempre la aspiración catalana a ampliar el autogobierno. La legítima defensa de los intereses económicos territoriales no puede escandalizar: debe canalizarse.
Catalunya, por su parte, no puede presentarse como una realidad extraña a España, salvo que quiera falsificarse a sí misma. Los siglos de relación no pueden presentarse siempre como una imposición (1714, dictaduras de Primo de Rivera y de Franco), pues no son pocas las vivencias de fraternidad: guerra del francés, cortes de Cádiz, mercado español de la revolución industrial catalana, I y II Repúblicas, Reforma democrática de 1978. Catalunya ha formado parte de la España moderna con muchísima intensidad, además de incorporar a lo largo de los siglos, especialmente durante la segunda mitad del XX, un numerosísimo capital humano procedente otros pueblos de España. Catalunya, como España en su conjunto, es plural en lenguas y sentimientos.
Por falta de conciencia de ambas pluralidades, hemos llegado al callejón sin salida actual. Los partidos han quedado atrapados en la lógica de las trincheras. Sólo una institución civil de alcance a la vez catalán y español ha tenido el atrevimiento de proponer una solución fraternal. Me refiero al documento que la Conferencia Episcopal publicó dos meses atrás, en el que defendía, por un lado, respeto a la legalidad y, a la vez, propugnaba el respeto a los derechos de los diversos pueblos de España. Para redondearlo, los obispos reivindicaban “los bienes comunes de los siglos”.
A pesar de que, como toda gran institución, la historia de la Iglesia española es claroscura, no puede extrañar su sensibilidad en esta cuestión: la Iglesia medieval es la matriz de las actuales identidades culturales españolas. No se explica la cultura castellana sin la tradición católica; y lo mismo puede decirse de las culturas vasca y catalana. La historia de la lengua catalana sería otra sin la continuidad y el prestigio que le dio la Iglesia al usarla en la predicación y la enseñanza doctrinal durante los siglos culturalmente decadentes o en épocas de persecución política (incluso las lenguas indígenas de América se salvaron de la primera gran globalización gracias a la bula del Papa Alejandro VI, valenciano, que exigió la prédica en vulgar a los religiosos que acompañaban a los conquistadores).
En este sentido, es sintomático que, a imitación del radicalismo republicano francés, los intelectuales liberales españoles más conspicuos sean hoy tan críticos con la protección de la diversidad lingüística como con la presencia social de la Iglesia. Ahora bien, precisamente porque el legado católico es portador de las matrices culturales de las diversas lenguas e identidades de España, la Iglesia debería intentar conducirlas hacia el diálogo.
La Iglesia no lo tiene fácil en el mundo de hoy, pues a menudo es denostada y burlada por atreverse a defender la existencia de la verdad bajo el imperio del relativismo, por vincularse a la tradición en plena dictadura de las modas, por hablar de trascendencia en el tiempo de la fugacidad y por defender la sacralidad de toda vida humana en plena cultura del descarte. Es explicable que no se quiera “meter en política” para no pisar más callos de los que, sólo por el hecho de existir, ya pisa. Pero precisamente porque proclamó, en sus inicios, hace dos mil años, su “universalidad” haciéndola compatible con el arraigo “local”, la Iglesia española está llamada a hacer un esfuerzo al que no está dispuesto ninguna otra institución política o civil. La Iglesia tiene que iniciar en España “un proceso” nuevo. El proceso de recoser todo lo que en estos años se ha desgarrado.
El legado de la Iglesia es portador de las matrices culturales de las diversas lenguas e identidades de España y podría intentar conducirlas hacia el diálogo