La Vanguardia (1ª edición)

Tap, tap, tap

- Xavier Aldekoa

Tap, tap, tap. En su diminuta celda de Robben Island, Nelson Mandela corría cada mañana durante una hora sin moverse del sitio. La rutina del deporte matutino la adquirió en su afición juvenil al boxeo y la adaptó luego a las estrechece­s de la cárcel. Aquel tap, tap, tap, de sus pies rebotando en el cemento despertaba a sus colegas presidiari­os, que acabaron hasta el gorro de la vida sana de Madiba. La anécdota me la explicó Ahmed Kathrada, su amigo del alma y compañero de prisión desde el primer día. Llegaron juntos a la isla. En diciembre se cumplirán cuatro años de la muerte de Mandela y, la última vez que hablamos, Kathrada decía que echaba de menos aquel tap, tap, tap madrugador de su amigo. Kathrada murió en marzo.

De Madiba se aplaude la fidelidad a sus valores y la firmeza de sus ideales. Y que jamás bajó la cabeza. Pero Kathrada insistía que eso no hizo de Mandela un líder extraordin­ario. Cualquier hombre íntegro –decía Kathrada– defiende sus principios hasta el final. Madiba hizo más. El héroe sudafrican­o, que pasó 27 años en la cárcel por terrorismo y sabotaje, intentó comprender. Mientras estuvo encarcelad­o –salió con 71 años y le dio tiempo a ser el primer presidente negro de Sudáfrica, ganar el Nobel de la Paz y casarse enamorado– estudió la historia y cultura del pueblo afrikáner, la del enemigo, y aprendió su lengua. Charló durante horas con sus carceleros blancos. Buscó entender el odio, el desprecio y el miedo. Al principio, el nervio revolucion­ario de Kathrada no entendía por qué su amigo se acercaba al opresor. Luego comprendió: “Al salir libre, estaba listo para liderar a todo un pueblo, no sólo el suyo”. Cuando venció y pudo humillar, Madiba eligió el respeto. En

En su diminuta celda Nelson Mandela corría cada mañana durante una hora sin moverse del sitio

su primera rueda de prensa libre, el periodista John Carlin preguntó a Mandela cuál era su mayor reto. “Reconcilia­r las aspiracion­es de los negros con los temores de los blancos”, dijo.

Actuó en consecuenc­ia. Al llegar al palacio presidenci­al encontró a decenas de funcionari­os blancos que recogían sus cosas para dejar los despachos libres y les mandó parar. Quería que trabajaran con él. Incluso mantuvo como secretaria personal a una joven blanca, Zelda La Grange, quien luego fue su mano derecha.

Mandela también usó el deporte para tapar trincheras. Consciente del valor simbólico del rugby en la comunidad blanca –en el apartheid, los negros apoyaban siempre al rival de los Springboks, el equipo nacional–, se enfundó la camiseta de la selección y celebró su victoria en el Mundial de 1995. Para miles de blancos sudafrican­os, ver a un negro alegrarse con su equipo fue un shock. Mandela fue un líder extraordin­ario porque tendió puentes con el otro y se atrevió a cruzarlos. Al trote. Tap, tap, tap.

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