Del pacto fiscal al cambio de sede
La burguesía catalana ha perdido la seguridad con la que vio nacer el siglo XXI. Siempre se aproximó al procés desde su propia perspectiva. Compartió en el inicio con el resto de la sociedad la idea de que el Estado no prestaba atención a sus necesidades y anhelos y por ello comprendió en parte las reivindicaciones que la ciudadanía expresaba en la calle.
Práctica por naturaleza, desconfió y reprochó desde buen comienzo las reclamaciones simbólicas y sentimentales de los, primero, dirigentes nacionalistas; soberanistas e independentistas, después. Prefería poner el acento en las demandas económicas, desde los pactos fiscales a las inversiones en infraestructuras. Ya había apuntado maneras con la reclamación de una gestión autónoma para el aeropuerto de El Prat, allá por el 2007.
Y antes había reprochado a los Pasqual Maragall y Artur Mas su excesiva preocupación por los símbolos en detrimento del dinero, en este caso a cuenta del nuevo Estatut, el mismo que sería denunciado nada más ser aprobado por quien andando el tiempo ocuparía la presidencia del Gobierno, para acabar cuarteado por un deslegitimado Tribunal Constitucional. Su explosiva sentencia, en el 2010, siendo José Montilla president de la Generalitat, dio pie a la primera gran manifestación por el derecho a decidir y espoleó el debate en el seno de las organizaciones empresariales sobre la actitud que adoptar ante ese movimiento. Sus presidentes acudieron al paseo de Gràcia: Juan Rosell, entonces al frente de Foment,;Miquel Valls, de la Cambra de Barcelona; Antoni Abad, de Cecot; Josep González, de Pimec; Eusebi Cima, de Fepyme Catalunya. A todos ellos les pidió personalmente el expresident Jordi Pujol, entonces con plena autorictas, que acudieran a la marcha. Y Salvador Alemany, del Cercle d’Economia, quien decidió estar presente a título personal tras una tensa discusión previa en el seno de su comisión ejecutiva.
Por eso, cuando en septiembre del 2012, Artur Mas, ya al frente de la Generalitat, acudió a la Moncloa en volandas de la primera gran Diada multitudinaria del procés a pedirle al recién llegado presidente del Gobierno un pacto fiscal similar al modelo del cupo vasco, contó con el respaldo unánime de los empresarios catalanes, abrasados por una crisis industrial que parecía no tener fin, y quejosos también de una factura fiscal superior a la de sus pares madrileños o vascos. El pacto fiscal era la consigna del día, abrazada con entusiasmo, en todas las sedes empresariales y sus servicios de estudios.
El periodo que va de la protesta contra la sentencia del Estatut, en el verano del año 2010, hasta la celebración de las elecciones anticipadas por Artur Mas, en noviembre del 2012, en las que CiU perdió 12 diputados, delimita una luna de miel entre las élites económicas y el empresariado catalán con las fuerzas políticas que en aquella fase dirigían el procés. Más ardorosa, y todavía vigente entre un amplio sector de pymes que operan en el mercado catalán y con fuerte músculo exportador, y más fría entre las grandes empresas dependientes, del mercado español y siempre distante en el caso de las multinacionales. Estos dos últimos bloques reprocharon ya en ese momento al president su error de cálculo con la convocatoria electoral.
Pese al disgusto electoral, Mas siguió confiando, ya más como un jugador de póquer que como un convencido, en que la magnitud de las sucesivas manifestaciones y la evidencia del disgusto en Catalunya, forzarían a Rajoy a presentar una propuesta para negociar. Como es sabido, tal movimiento nunca estuvo en la mente de quienes gobernaban en Madrid. Argumentaban que, económicamente, la crisis, y el rescate financiero no lo permitían, ni políticamente era conveniente, dada la presión de las comunidades autónomas. Desde ese momento, las cúpulas empresariales comenzaron a marcar distancias, reacias a incrementar una apuesta política en la que no veían seguridad de rédito económico. Sólo la emergencia de Barcelona, la capital de Catalunya, como centro económico y, sobre todo, turístico a escala global, puso cierta sordina durante un tiempo a las tensiones entre el desarrollo del procés y la opinión del núcleo dirigente empresarial.
En las elecciones de septiembre del 2015, las que a la postre acabaron apartando a Mas de la presidencia por el rechazo de la CUP, la clase empresarial que durante los últimos lustros había definido las grandes líneas de la política económica catalana, y en gran medida el tono de las relaciones con Madrid, ya había deshecho los vínculos con el soberanismo. Poco después de que Carles Puigdemont asumiera la presidencia de la Generalitat, en enero del año pasado, Josep Oliu, presidente del Banc Sabadell, advirtió a Mas de que en esas circunstancias la entidad acabaría trasladando su sede. Fue una señal entre muchas otras. Sabadell y La Caixa habían pedido poco antes a Luis de Guindos, ministro de Economía, un discreto cambio legal para poder cambiar de sede a la velocidad del rayo.
El escenario de futuro quedó ya entonces dibujado. Una parte muy representativa del empresariado de Catalunya quería poner fin al trayecto y sólo veía riesgos e incertidumbres. Por aquella rendija legal, doblemente modificada, se han colado ya más de 2.200 empresas.Ahora toca ver cuáles son las consecuencias.
El gran empresariado catalán consuma su distancia del soberanismo dominante en Catalunya