Dos ejercicios de estilo (futbolísticos)
El sábado, los seguidores de la selección española tuvieron la suerte de presenciar un esperanzador ejercicio de estilo futbolístico. Contra un rival que cumplió escrupulosamente con la cláusula contractual de partido amistoso, el equipo exhibió una velocidad combinatoria y un vigor ofensivo encarnados en el modelo de tener jugadores rápidos y precisos por las bandas (Alba y Odriozola) y un medio campo con cinco monstruos (Silva, Thiago, Iniesta, Isco y Busquets). Resultado: 5-0 y dos horas durante las cuales emergieron, a modo de guarnición antropológica, las patologías de esta nueva selección. Primera: los pitos a Piqué, contrarrestados por el público de La Rosaleda con gritos de apoyo y aplausos que confirman nuestra vocación fratricida. Segunda: la empanada conceptual del minuto de silencio, con una referencia directa a dos futbolistas (Sanchís y Rivilla) y a Chiquito de la Calzada, malagueño universal y referente de una comicidad basada en insondables atajos subconscientes, más próximos a la simplicidad de los orígenes de nuestra especie que a una concepción evolutiva del humor. Como suele ocurrir, la ilustración musical de este minuto de duelo de raíz malagueña fue una melodía de Ennio Morricone. Es un recurso doblemente absurdo teniendo en cuenta el repertorio de cantes flamencos dolorosos que habrían podido certificar nuestra incapacidad para respetar un instante de silencio en un campo de fútbol. Y, para completar la noche, la interpretación del himno español en un momento de patriotismos exacerbados.
Hace unos días, Sergio Ramos lamentó que el himno de España no tenga letra. Dijo que envidiaba a los otros equipos cuando los veía emocionarse cantando el Das lied der Deutschen ,el Inno di Mameli ,el Hino nacional brasileiro, con aquel estribillo que pone la carne de gallina (“Brasil, um sonho intenso, um raio vívido”) o La marsellesa, reconvertida en prestación sustitutoria simbólica de tantas causas sin himno. Desde un punto de vista racional, Ramos tiene razón. Pero –y que conste que lo digo sin ironía– confieso que el lololololo tribal que, sobre todo desde el Mundial de Sudáfrica, el público ha abrazado como letra monosilábica me gusta cada vez más. Me hace paladear una singularidad que refleja bastante la incompetencia, el desorden, la tendencia al absurdo y la genialidad improvisadora que define a los que, por vocación, resignación, determinismo u obligación, aún se identifican con España. El lololololo es una manera de admitir que sabemos que cualquier propuesta alternativa de letra sería criticada hasta la náusea, boicoteada y convertida en materia prima de cachondeos digitales o analógicos. Y que acabaría en los tribunales, como pretexto para el enésimo conflicto llevado por la vía judicial para no tener que afrontarlo políticamente. De hecho, el único letrista que se me ocurre capaz de crear un consenso suficiente para unirnos en torno a una letra inequívocamente española habría sido Chiquito de la Calzada. Que cada uno lo pruebe en la intimidad y redacte un borrador de himno con conceptos como fistro, pecador, pradera, Bonanza, duodeno, apetecaown, torpedo, condemor y, por supuesto, un estribillo con hasta luego, Lucas.
Otro ejercicio de estilo: el llanto de Neymar en la conferencia de prensa previa al Brasil-Japón. Harto de rumores sobre su futuro, Neymar se quejó de la maledicencia de la prensa y dio a entender que lloraba. Digo que dio entender porque, como explica muy bien Alfons Arús al analizar los aspavientos dramáticos de los entrevistados de reality televisivo, hay uno modalidad de llanto que él define como “llanto seco”. En general, requiere que el llorón se tape la cara con las manos, haga muecas más o menos creíbles, pero que en ningún momento se vean lágrimas propiamente dichas.
Es probable que Neymar tenga razón y que la presión del periodismo depredador sea insoportable. Pero el problema hay que buscarlo en el origen. La supersónica ascensión de Neymar como referente mundial no le ha llegado a través de una autoridad otorgada por los futbolistas o los aficionados sino gracias a la estrategia de patrocinadores y organismos oficiales del fútbol, que han querido imponerlo como mito cuando aún no le tocaba. Messi y Cristiano, en cambio, han superado, cada uno a su manera, las etapas propias del fútbol. Y por eso no nos fiamos del llanto de Neymar y lo interpretamos, quizás injustamente, como el presagio de algún movimiento a corto o medio plazo, la continuación de una carrera que hasta ahora ha ensombrecido, a base de hipertrofia comercial y mediática, el enorme talento del jugador.
Sabemos que cualquier propuesta de letra sería criticada hasta la náusea Neymar se quejó de la maledicencia de la prensa y dio a entender que lloraba