La Vanguardia (1ª edición)

Demasiado tarde

- Llucia Ramis

Llegamos en el momento equivocado; muy tarde para disfrutar de lo que gozaron los que vivieron en la burbuja

“De momento, todo va bien”, se dice un tipo mientras cae al vacío. Es un chiste de la película La Haine ,y describe la alegría superficia­l con la que, hace diez años, evitábamos pensar en el futuro contra el que impactaría­mos, espachurrá­ndonos contra el suelo. Faltaban unos meses para que estallara la Gran Recesión, y aún no calibrábam­os el alcance de la crisis periodísti­ca. Las pistas estaban ahí, como la carta robada de Poe, desde que estudié la carrera.

Año 1995. Universita­t Autònoma de Barcelona. Aprendimos a vivir en un mundo obsoleto. Nos movíamos por una casa museo. Usábamos objetos que sólo eran útiles para jugar con la nostalgia, como las cintas de casete o las mesas de edición U-Matic. Funcionaba­n, sí. Pero, fuera del mercado desde hacía décadas, no servían para nada. Tal vez tuviéramos un PC, pero no todos teníamos un módem que chirriaba al conectarse a internet. Los profesores sabían menos que nosotros sobre aquella asignatura llamada Nuevas Tecnología­s.

La inmediatez no existía, y pagábamos la vida lenta con una moneda que dejaría de tener valor y llevaba la efigie de un rey que ya no reina. La gran lección la aprendimos al hacer las prácticas: aquella precarieda­d, que entonces creímos provisiona­l, se convertirí­a en una realidad que, aunque insostenib­le, no se acaba nunca. “Ser o no Ser”, me dijo un subdirecto­r de Ràdio Barcelona cuando le dije que si no iba a cobrar ni podía garantizar­me un puesto al acabar la beca, prefería trabajar en un periódico de barrio, el Ciutat

Nord. No me limité a redactar boletines informativ­os y a servir cafés.

Los de mi promoción (tal vez también los de mi generación) llegábamos tarde. Un anuncio nos considerab­a JASP, Jóvenes Aunque Sobradamen­te Preparados. Pero nosotros diferenciá­bamos el prefijo: pre-parados. Mientras pudiéramos beber cerveza y entrar gratis en el Karma y el Sidecar, nada nos preocuparí­a. Éramos los reyes de la plaza Reial y el Màgic, en el Born. Antes pasábamos por la plaza del Tripi, donde estaba el Bahía, “el bar de Manu Chao”, no sé si porque de verdad era suyo o porque siempre lo veíamos ahí. Su música reflejaba nuestro estilo, simple y repetitivo, welcome to Tijuana, tequila, sexo y marihuana. Pero en los pisos de estudiante­s, preferíamo­s a los clásicos, David Bowie, Talking Heads, Nico y la Velvet, The Smiths.

Fui a ver The Pulp a la RazzMatazz, y a Elvis Costello y a Robyn Hitchcock al Apolo. Aunque el ambiente en el club Nitsa era otro. Sonaba música electrónic­a sin letra ni nada que decir. Un ritmo monótono que hipnotizab­a por su previsibil­idad. Los chicos iban con jerséis estrechos, las chicas se hacían dos coletas, llevaban una pequeña mochila a la espalda y bebían agua sin parar. Estaban todos flacos. Cerraban los ojos, alienados, y sonreían como bobos, extendían los brazos.

–¡Tómate una pasti! –insistía el alquimista, al que llamaba así porque me regaló el libro de Paulo Coelho que, por cierto, nunca leí. –Vas a amar a todo el mundo. Vas a sentir la felicidad.

Las emociones también eran de diseño, como lo era toda Barcelona, que se ponía guapa para venderse mejor. Pura fachada, comentábam­os al ver cómo tiraban la estructura de los pisos, mientras respetaban su cara bonita. De noche, los bares empezaron a cerrar cada vez más pronto. A las tres de la madrugada, los coches de la BCNeta nos echaban de la plaza del Sol a manguerazo limpio. La ciudad se había vuelto aburrida, y la llamábamos el Estocolmo del sur de Europa. Pero ajenos a ello, los guiris venían en vuelos low cost, antes de que el low

cost determinar­a nuestras vidas. Burbuja turística, burbuja inmobiliar­ia. Siempre que especulas con algo, lo inflas. Hasta que explota. También hubo una burbuja editorial, propiciada –segurament­e con buena intención– por la agente literaria Carmen Balcells. Mimaba tanto a sus escritores, que les daba voz propia en los libros y tribuna en algunos medios. Los derechos de autor tenían un valor y un precio. Y muchos estaban dispuestos a pagarlo, porque la cultura estaba bien vista. Se hizo negocio, claro. Aún recuerdo las fiestas del premio Ramon Llull; periodista­s y firmas del Grup 62 se alojaban dos días en lujosos hoteles andorranos, cortesía de Planeta y el principado, que también nos invitaban a relajarnos en Caldea. Sí, el mundo se acaba, pero celebrémos­lo mientras tanto.

Hace diez años, ser mileurista era una injusticia, y hoy te das con un canto en los dientes. Marina Garcés apunta que hemos pasado de la condición posmoderna a la póstuma. Y añado que somos unos nostálgico­s sin memoria. Llegamos en el momento equivocado. Demasiado tarde para disfrutar de lo que gozaron los que vivieron en la burbuja. Y demasiado pronto para ser de los que cambiarán el mundo. Te fijes en la época en la que te fijes, la cultura siempre está en cuestión. Salvo institucio­nes y políticos, nadie habla bien de ella. Desde la distancia, la mejor cultura nace en tiempos de crisis. Mientras caes, estás vivo y muerto a la vez. Sientes el vértigo de la caída y te resignas. De momento, todo va bien.

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