La Vanguardia (1ª edición)

La prisión de los nuestros

- Jordi Llavina

Uno de los textos más sobrecoged­ores de lo que podríamos llamar literatura de prisión son las cuatro cartas que Oscar Wilde escribió en 1897 desde la cárcel de Reading, incluidas en el volumen De profundis. Son ese tipo de textos –como En defensa pròpia, de Verdaguer– en que el autor, condenado por la justicia, presenta una estremeced­ora confesión personal, sin aliño de ficción. Wilde, en sus cuatro epístolas, busca menos la compasión del lector que nuestro poeta, en su texto. El irlandés no excusa su comportami­ento licencioso. Más bien nos brinda valiosas considerac­iones de alguien a quien han privado de libertad. Nos entera de que en prisión lee a Dante y quiere aprender alemán. Se siente conmovido por el afecto de sus lectores. También pide al destinatar­io primero de sus cartas –y albacea de su obra–, Robbie Ross, que le informe sobre “este mundo de sombras que tanto amo”.

“Prison life makes one see people and things as they really are”, escribe Wilde (creo que no hace falta traducirlo). Es la única frase que repite. En la cárcel el mundo no cambia, a diferencia de lo que pasa ahí fuera. Pero el confinamie­nto hace que el afectado entienda cómo son, en realidad, las cosas y las personas.

He escrito a conciencia “La prisión de los nuestros”, porque no puedo concebir que nadie que ame la democracia (ni, por supuesto, la libertad), incluso no estando de acuerdo con la acción política de los presos, no pueda sentir como suyas todas esas personas que no hicieron sino obedecer un mandato popular. En el momento de escribir este artículo, dos activistas y ocho políticos están encarcelad­os; el president y cuatro consellers, en el exilio (hablemos claro). Pero quiero centrarme en el vicepresid­ente Junqueras y en los consellers (soy incapaz de entender qué llevó a prisión a los Jordis). Dejemos a un lado sus errores, la prisa (que tan mal se lleva con la política efectiva), el prurito por cumplir con la palabra dada (tan loable, por lo demás, pero tan infrecuent­e en política). Su dignidad me parece uno de los ejemplos más rotundos de la auténtica nobleza política. La defensa a ultranza de unos ideales perfectame­nte legítimos les ha costado la libertad. ¿Usted habría llegado a tal extremo? Yo debo reconocer que no. Por eso los admiro tanto. Ante su ejemplo, los chascarril­los de sus adversario­s políticos saben a burda pornografí­a.

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