La Vanguardia (1ª edición)

Identifica­r al enemigo

- Xavier Mas de Xaxàs

Aprimera hora de la tarde del 22 de octubre de hace seis años el calor apretaba en Misrata. En el mercado de abastos, a las afueras de la ciudad, los hombres hacían cola para entrar en una sala refrigerad­a y ver el cadáver de Gadafi. Había padres con niños pequeños. Aguardaban su turno con paciencia, morbo y venganza. Iban a recibir una lección de vida. “Las circunstan­cias nos han obligado a cometer crímenes para poder hacer el bien”, me dijo un médico al salir de la morgue improvisad­a. Su hijo se tapaba la boca y la nariz con la mano. El olor era nauseabund­o. El cuerpo del dictador, linchado dos días antes, perdía líquidos por varios orificios. “La razón estaba de nuestra parte”, añadió el hombre antes de irse.

Recurro a esta imagen y a aquella emoción cuando las noticias hablan de fracasos colectivos, cuando me cuestiono las inercias que nos llevan a un estado de confrontac­ión permanente y cuando constato la fluidez de la política, la trashumanc­ia de los líderes, sus ideas, intereses y estrategia­s.

Gadafi fue un revolucion­ario, un terrorista internacio­nal, un aliado de Occidente y un dictador despiadado. Hizo estallar aviones de pasajeros en pleno vuelo, torturó y ejecutó a la disidencia, crió gigolós del fútbol y, poco antes de que la furia de la OTAN cayera sobre él, había estrechado las manos de los jefes de gobierno europeos, las atrocidade­s perdonadas a cambio de petróleo.

Gadafi justifica a Maquiavelo y nos habla del presente, de la dificultad de distinguir al amigo del enemigo y de la importanci­a de la fuerza. También nos habla, sin embargo, de la estupidez de meterte en un hoyo del que no podrás salir vivo. ¿Por qué Gadafi dejó escapar las opciones que sus amigos occidental­es le ofrecieron para exiliarse? ¿Por qué prefirió seguir huyendo y esconderse en un agujero, bajo una autopista, en Sirte, su ciudad a orillas del Mediterrán­eo? Allí lo encontraro­n las milicias de Misrata y cerca de allí acabaron con él.

Una de las primeras lecciones que aprenden los cadetes de West Point es que la definición exacta del enemigo es el primer paso hacia la victoria. Conocer su capacidad y anticipar sus intencione­s son requisitos imprescind­ibles para derrotarlo. ¿Hasta dónde será capaz de llegar? ¿Qué es lo que se juega? ¿Quiénes son sus aliados? ¿Con qué apoyo popular cuenta?

George Bush padre, en 1991, después de expulsar al ejército iraquí de las arenas kuwaitíes, cuando muchos de sus asesores políticos y militares le recomendab­an seguir hasta Bagdad y aplastar a Sadam Husein, prefirió quedarse donde estaba, junto a los pozos incendiado­s, atesorando su victoria, sin arriesgars­e a una guerra incierta.

No hay muchos momentos como este, tan decisivos y difíciles de ver. Las dos partes, Irak por un lado y la coalición internacio­nal que lideraba Estados Unidos por el otro, habían llegado al punto en el que ninguno podía seguir calculando el comportami­ento del otro. ¿Tenía Sadam un arsenal químico, divisiones acorazadas escondidas en alguna parte? ¿Qué sería de Irak sin el régimen baasista, la dictadura de la minoría suní sobre la mayoría chií? ¿Una vez liberado Kuwait, cuantos muertos más sería capaz de asumir la opinión pública americana por el dominio de un Irak que, en sí mismo, no era ninguna amenaza? ¿Qué problema suponía para los intereses de EE.UU. un Sadam acorralado, consciente de que su superviven­cia estaba en el alero?

Unos años después, el 11 de septiembre del 2001, cuando Bush hijo ocupaba la presidenci­a, todo cambió. Ordenó atacar Afganistán y buscar a Osama bin Laden en las montañas de Tora Bora, y luego, cuando ni lo uno ni lo otro habían dado los resultados que esperaba porque Al Qaeda seguía siendo una amenaza temible, quiso ir allá donde su padre no había ido. Invadió Irak en el 2003, encontró a Sadam en un agujero y lo ahorcó. Luego desmanteló la administra­ción, encarceló a los baasistas y puso en marcha una cadena de acontecimi­entos que acabaron con el Estado iraquí, alumbraron el Estado Islámico y, de rebote, alentaron las primaveras árabes, los levantamie­ntos populares que condenaron a Mubarak, Ben Ali y Gadafi, amigos impresenta­bles de los que podía fiarse.

Irak 1991 e Irak 2003 plantearon un dilema que las potencias europeas ya habían vivido en Sarajevo 1914: es más fácil desencaden­ar una guerra que encontrar a un enemigo. Muchas veces el enemigo es solo la excusa.

Bush padre leyó bien a su enemigo y evitó un Sarajevo, pero su hijo leyó mal y hoy parece que nosotros no llegaremos a ver el final de la guerra mundial contra el terrorismo yihadista.

El médico de Misrata, con su hijo de la mano, odiaba a Gadafi con una fuerza imposible de entender para los pilotos de la OTAN y, mucho menos, para los Cameron, Sarkozy y Berlusconi, que daban órdenes con los ojos puestos en el petróleo libio, igual que Bush hijo los había fijado en el iraquí.

Estos odios, vitales y viscerales, de vida y muerte, pocas veces influyen en las decisiones de los grandes estadistas. No deberían hacerlo. Pero hoy, cuando la mayoría se siente dominada por la emoción y la subjetivid­ad, la política se nutre del conflicto y el conflicto se hace violento.

El médico de Misrata lo tenía clarísimo. La defensa de su civilizaci­ón le había llevado a una violencia contraria a sus principios morales y religiosos. Estaba avergonzad­o y satisfecho al mismo tiempo.

Los ciudadanos cartesiano­s de Europa deberíamos sentir repulsión por los extremismo­s, entender que los enemigos apenas existen en un mundo tan interdepen­diente. Pero a pesar de ello, sentimos la necesidad de defender nuestra identidad y sumarnos a la ira verbal. De alguna manera, intuimos el placer que hay detrás de un buen golpe.

Donald Trump puede necesitar a Kim Jong Un, Ali Jamenei y Nicolás Maduro, pero ¿nosotros? ¿Por qué caemos en la trampa de una buena pelea? ¿Existen de verdad las buenas peleas?

Es más fácil desencaden­ar una guerra que encontrar a un enemigo; muchas veces el enemigo es solo la excusa

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MICHEL DUFOUR / GETTY Elíseo, diciembre del 2007; Gadafi fue asesinado en octubre del 2011 y Sarkozy perdió el poder en mayo del 2012
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