La Vanguardia (1ª edición)

El corredor de la muerte

- Quim Monzó

El miércoles, en Estados Unidos suspendier­on la ejecución de un condenado a muerte porque no les salía bien. El hombre, de sesenta y nueve años, está condenado por la muerte de otro, de dieciocho. Durante media hora intentaron ponerle un catéter para inyectarle sustancias letales, pero no le encontraro­n una vena adecuada. El director de los servicios penitencia­rios de Ohio, el estado donde tenía que llevarse a cabo, fue tajante: “Ahora no nos precipitar­emos para ejecutar a alguien...”. Los periodista­s presentes explican que los intentos siguieron hasta que finalmente vieron que no lo conseguirí­an y lo dejaron estar. (Siempre me ha intrigado la disposició­n de ánimo de los periodista­s que observan las penas máximas. Sólo lo he visto en las películas pero supongo que se tiene que ser de una pasta especial). El reo que nos ocupa sufre una grave insuficien­cia pulmonar (quizás un cáncer de pulmón, dicen sus abogados defensores), lleva una bolsa de colostomía que recoge sus excremento­s y, para ayudarlo a respirar, le hacen cuatro tratamient­os diarios. En el momento de intentar ponerle la inyección letal le colocaron tras la cabeza una almohada especial para que pudiera respirar. La Unión Estadounid­ense de Libertades Civiles lamenta esa tortura: “Esta es la quinta ejecución fallida en el estado de Ohio durante los últimos años y la segunda vez que el estado no ha podido llevarla a cabo. No es justo ni humano”. Obviamente, nadie ha dicho que, si de lo que se trata es de matarlo, quizás habría bastado con suprimir los cuatro tratamient­os diarios y la almohada especial para ayudarlo a respirar.

Dos días antes, el lunes, en Nevada también otro hombre tenía que ser ejecutado, y también por inyección letal. Pero lo han aplazado porque la juez dice que, del cóctel de sustancias de la inyección, debe eliminarse una que no se ha usado nunca y, por lo tanto, no queda claro si le provocaría un sufrimient­o innecesari­o. De momento han aplazado a diciembre la verificaci­ón del caso. Pero el reo está harto de estar en el corredor de la muerte desde hace años y años. Quiere que si van a ejecutarlo lo hagan rápido, para acabar con la incertidum­bre. Hasta tal punto está harto que dice que, si no lo hacen pronto, se suicidará. ¿Resultado? Lo han puesto bajo vigilancia extrema. Si alguien tiene que matarlo debe ser el Estado, no él.

Llegados a este punto, tres preguntas. 1) ¿Cómo se suicidaría si en las cárceles las medidas son tan estrictas que lo primero que hacen cuando entras es quitarte los cordones de los zapatos para que no te ahorques? 2) ¿Con sólo un par de cordones de esos basta? 3) ¿Y sería exactament­e un suicidio? En el diario La Dépeche, en 1908 un periodista informaba del caso de un hombre al que habían encontrado muerto y escribió un párrafo que todavía ahora nos hace reflexiona­r: “En relación al hecho han circulado varios rumores. Los hay que dicen que se suicidó y otros que se quitó la vida voluntaria­mente, lo que viene a ser más o menos lo mismo”. Literal. Más de un siglo después, la duda persiste.

El sistema penitencia­rio estadounid­ense aplica la pena de muerte con la proporcion­alidad adecuada

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