Ishiguro: “No hay que ser estrechos al definir lo que es buena literatura”
Ishiguro pide en su discurso del Nobel una nueva idea humanista de la diversidad
Literatura en tiempos de desigualdad, racismo, fractura en facciones rivales desde las que competir a cara de perro por los recursos y el poder y, a la vuelta de la esquina, nuevas tecnologías genéticas y de robótica que pueden crear bárbaras meritocracias parecidas al apartheid y desempleo masivo. ¿Qué papel le queda al escritor, cuando la narratividad se diversifica en cómics, cine, teleseries, canciones...?, fue una de las preguntas que Kazuo Ishiguro planteó en su discurso de aceptación del premio Nobel en una pequeña sala de la Academia Sueca en la que se podía ver a sus editores internacionales, entre ellos, a Jorge Herralde, de Anagrama.
“Es difícil arreglar el mundo”, dijo, pensando en la complejidad de los problemas de la nueva era, “pero pensemos al menos –apuntó– en cómo podemos mejorar nuestro pequeño rincón, el rincón de la literatura”. El futuro pasa “por ampliar nuestra diversidad”. En primer lugar, “debemos ampliar nuestro mundo literario para incorporar muchas más voces procedentes de más allá de las zonas de confort de las elitistas culturas del primer mundo. Debemos buscar con más energía para descubrir las gemas de lo que hoy siguen siendo culturas literarias desconocidas, tanto si los escritores viven en países lejanos como si lo hacen en nuestras propias comunidades”. Y en segundo lugar, “debemos poner mucho cuidado en no resultar en exceso estrechos o conservadores en nuestra definición de lo que es la buena literatura”, pues “la próxima generación llegará con todo tipo de nuevos y en ocasiones desconcertantes modos de contar historias importantes y maravillosas”.
Fue rotundo al proclamar que “en unos tiempos de divisiones peligrosamente crecientes, debemos escuchar. La buena escritura y la buena lectura derribarán barreras. Debemos incluso encontrar una nueva idea, una gran visión humanista, alrededor de la que congregarnos.”
Ishiguro es novelista y la mejor manera de expresarse es contando historias. En la Academia Sueca contó su propia historia. El año pasado hubo polémica al ser premiado un músico, Bob Dylan, y el autor recordó que él, nacido en Nagasaki, y llegado a Inglaterra en 1960, en 1979 llevaba melena hasta los hombros y bigote largo y caído como de forajido texano. Transportaba una mochila, una guitarra, una máquina de escribir portátil, escuchaba a Bob Dylan y quería ser una estrella del rock. Sabía que los cuentos que escribía encerrado en una diminuta habitación de Buxton (Norfolk) eran detestables. Sucedían todos ellas en Gran Bretaña. Una noche, sin habérselo propuesto, se puso a escribir frenéticamente, esta vez sí, una historia que tenía como escenario el Nagasaki de la Segunda Guerra Mundial. Reencontrarse con sus raíces le dio la energía que hasta ahora le había faltado y le dotó de autoconfianza para emprender su primera novela, Pálida luz en
las colinas, “ambientada también en Nagasaki, durante los años de recuperación después de que lanzaran la bomba”. Era un atrevimiento, pues aún no había irrumpido Salman Rushdie, y las letras anglosajonas desconocían todavía el multiculturalismo”. ¿De dónde salía esa peculiar energía? “He llegado a la conclusión de que en ese momento de mi vida me vi involucrado en un urgente acto de preservación.”
Lo que le pasaba a Ishiguro es que su familia nunca se integró en la vida cotidiana de la clase media inglesa y le educaron en la creencia de que pronto, el año que viene, volverían a Japón, y asi once años. “Todo esto significaba que, mientras crecía, mucho antes de que siquiera se me pasase por la cabeza crear mundos ficticios en prosa, ya estaba muy ocupado construyendo en mi cabeza un lugar repleto de detalles llamado Japón, un lugar al que de algún modo pertenecía y que me proporcionaba cierta sensación de identidad y confianza”. “De ahí –dijo Ishiguro–la necesidad de preservarlo. Porque cuando tenía veintitantos años empecé a darme cuenta de algunas cosas importantes. Empecé a aceptar que mi Japón tal vez no se correspondiese mucho con ningún lugar al que pudiera ir tomando un avión.”
En 1983, el escritor tuvo otra revelación. Su escritura había dejado de gustarle. pero en esos momentos su empeño era escribir ficción que solo pudiese funcionar de forma adecuada “sobre una página”. “¿Para qué escribir una novela si iba a ofrecer más o menos la misma experiencia que se podía obtener encendiendo el televisor? ¿Cómo podía esperar sobrevivir la ficción escrita contra el poderío del cine y la televisión si no ofrecía algo único, algo que otras formas narrativas no podían ofrecer?”
Convaleciente de una enfermedad, descubrió a Proust. Quedó deslumbrado por “el modo como Proust hacía que un episodio llevase al siguiente. La ordenación de los acontecimientos y escenas no seguía la lógica de la cronología, ni la de una trama lineal”, descubrió que “podía colocar una escena de hacía dos días junto a otra de veinte años antes, y pedirle al lector que reflexionase sobre la relación entre ambas. Empecé a pensar que de este modo podría sugerir las múltiples capas de autoengaño y negación que envuelven la visión de cualquier persona acerca de sí mismo y de su pasado”. Así escribió Los restos del día, que mejoró al escuchar Ruby’ Arms de Tom Wats y trasplantar a la novela cómo se resquebraja la armadura con la que un hombre duro esconde su fragilidad.
Después, visitando Auschwitz, pensó “¿Qué debemos recordar? ¿Cuándo es mejor olvidar y mirar hacia adelante? ¿El deber de transmitir lo mejor que pudiese los recuerdos y lecciones de la generación de nuestros padres a la que viene después de la nuestra?” Y viendo una película de John Barrymore, se dio cuenta de “que todas las buenas historias, no importa lo radical o tradicional que sea el modo en que se cuentan, deben incorporar relaciones que nos importen; que nos conmuevan, nos diviertan, nos irriten, nos sorprendan”. Como en Nunca me abandones.
“Hay –dijo Ishiguro– industrias cargadas de glamour alrededor de las ficciones, pero al final, las ficciones versan sobre una persona que le dice a otra: así lo siento yo. ¿Entiendes lo que digo? ¿Tú también lo sientes”.
“Debemos ampliar el mundo literario a voces que no sean del primer mundo”
“Habrá nuevos modos de contar historias importantes y maravillosas”
“Todas las buenas historias deben incorporar relaciones que nos importen”