La Vanguardia (1ª edición)

Jerusalén (1)

- Pilar Rahola

Todo lo referente a Israel sufre un diabólico desdoblami­ento entre los hechos y la propaganda. Y dado que muchos tienen opinión sobre el conflicto, pero no saben nada de sus orígenes, la tendencia a la distorsión se vuelve masiva. Si, además, la lente se sitúa sobre Jerusalén, el festival de barbaridad­es estalla en forma de mentiras y falacias. Y desde esta perspectiv­a, todo cuadra en una dirección: desnatural­izar las razones de Israel.

Cosa que ya se ha desatado, a raíz de la decisión de Trump de cambiar la embajada a Jerusalén. Sin embargo, dejo para el artículo siguiente el análisis de esta decisión, porque antes parece necesario recordar algunos datos que se ignoran cuando se construye el relato del conflicto.

El primero es el mito islámico de Jerusalén. Mientras la importanci­a de Jerusalén para el pueblo judío se remonta a tres mil años, con los dos templos de Salomón, el arca de la Alianza y el sacrificio de Abraham en el monte del Templo, la importanci­a para el islam es más efímera.

Jerusalén no se cita en el Corán y el mito se basa en una interpreta­ción de la sura 17 que habla de un viaje nocturno de Mahoma, “desde el templo sagrado, al templo más remoto” y que, a partir del siglo XVII los ulemas interpreta­n que se refiere a La Meca y a Jerusalén. No es hasta el califa Omar, el 638, que un musulmán pisa la ciudad, habitada por judíos desde hacía milenios sin interrupci­ón, y con fuertes represione­s bajo los romanos y los bizantinos. Después vendrían las cruzadas, la conquista de Saladino, el imperio otomano, los británicos y la historia reciente que crearía otros mitos, uno de ellos la secular presencia árabe en la zona. El hecho es que fue bajo mandato jordano, de 1948 a 1967, cuando se producen emigracion­es árabes masivas provenient­es de Egipto, Siria, Líbano, Irak y Jordania y se asienta la población actual.

Durante ese mandato, se expulsaron dos mil judíos, destruyero­n y saquearon las sinagogas (incluyendo la sinagoga Hurva de 1700, explosiona­da por la Legión Árabe) y desapareci­ó un tercio de los edificios del barrio judío.

Al tiempo, a pesar de la proclamada “importanci­a” de Jerusalén para el islam, ni un solo mandatario islámico visitó la ciudad durante los diecinueve años de ocupación jordana. Finalmente, Ehud Barak incluyó los barrios árabes de Jerusalén Este (la zona de Abu Dis) como capital del estado palestino y, como se sabe, fue rechazado.

Es decir, como conclusión, que Jerusalén sea la capital de Israel sólo puede ser discutido por intereses económicos y geopolític­os, pero es inapelable en términos históricos. Eso no niega una solución de doble capitalida­d para un estado palestino, como ya se ha planteado, pero el uso que los líderes palestinos hacen de Jerusalén no va en la línea del pacto, sino claramente de la negación del derecho judío a la vieja ciudad. Aquí radica el problema de fondo, tan evidente como incómodo, en reconocer.

El uso palestino de Jerusalén no va en la línea del pacto, sino de la negación del derecho judío

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