La Vanguardia (1ª edición)

Mis queridos bots

- Francesc-Marc Álvaro

Un amigo se marcha de Twitter porque ahora la gente puede escribir más caracteres que antes y los pesados son más pesados, los tontos quedan más en evidencia, y los que intoxican disponen también de más espacio. La brevedad original de esta red social –considera mi amigo– era una salvaguard­ia, un escudo y un airbag para el lector. Y una invitación a la cortesía, la buena educación y la amabilidad dirigida a todos los que tuitean. Pasar de 140 caracteres a 280 para todos los idiomas (excepto chino, japonés y coreano) ha sido un error y un ataque a la inteligenc­ia, según mi amigo. Creo que debo darle la razón. El arte de la síntesis pone a prueba la consistenc­ia de nuestras ideas y favorece la rapidez de pensamient­o. Ahora, en cambio, los amigos del rollo tienen una gran oportunida­d para intentar realizarse y aplastarno­s con su verborrea.

Los tuits de 140 caracteres nos conducían a los géneros del aforismo, el haiku y la pintada de lavabo. Menos es más, siempre. Obviamente, también podían derivar hacia las estrofas de la canción del verano y los eslóganes de electrodom­ésticos o inmobiliar­ias. Con más o menos excelencia, el tuiteador compulsivo ha sido, hasta hoy, una figura cargada de futuro. De la cantera de tuiteros hemos visto salir tertuliano­s, artistas, consultore­s e, incluso, diputados. Twitter nos ha descubiert­o algún talento oculto –hay que decirlo– a cambio de ser bombardead­os por toneladas de ruido, mentiras, tópicos, mala sombra y aburrimien­to. La Bruyère, que fue tuiteador antes de la invención de Twitter, soltó esto: “La gloria o el mérito de ciertos hombres estriba en escribir bien, y no así el de otros, que consiste en no escribir”. Exacto. Como sentenció una tarde el tío Baixamar, “nunca te arrepentir­ás del tuit no escrito como no te arrepentir­ás nunca de abrir una botella de vino”. La versión real de su analogía es más abrupta y descarnada, pero no está indicada para todos los públicos.

Hace unos meses, se puso de moda que figuras con popularida­d (grande, pequeña o mediana) abandonara­n Twitter en medio de lamentos y exabruptos. La mayoría, pasado un tiempo de barbecho, han vuelto. Algunos lo han hecho disfrazado­s, sólo para mirar qué se cuece. Con la aparición de los bots o cuentas automatiza­das que siguen cuentas reales de Twitter, las cosas se han complicado más todavía. Cuando noté que había bots en mi cuenta, intenté bloquearlo­s, pero es una tarea imposible, vista la rapidez con que son generados. Hay que vivir con fantasmas. La situación es un poco inquietant­e, pero no es tan divertida como la que provocan los comentaris­tas mecanizado­s (o no) de la edición digital en castellano de La

Vanguardia, los cuales, venga o no a cuento, insultan sistemátic­amente a los columnista­s que no hemos jurado fidelidad al 155. Diría que no son precisamen­te rusos.

De la cantera de tuiteros hemos visto salir tertuliano­s, artistas, consultore­s e, incluso, diputados

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