La Vanguardia (1ª edición)

Maureen Marozeau

ESCRITORA

- TERESA SESÉ Barcelona

Maureen Marozeau cuenta en Un Van Gogh en el gallinero historias inverosími­les o detectives­cas de obras maestras, desde el busto de Nefertiti hasta el Gernika de Picasso, pasando por Rafael, Goya, Courbet o Van Gogh.

De suplir un vidrio roto en un gallinero de Arles a financiar en sus viajes por el mundo la creación de un gran museo ruso. La rocamboles­ca

historia del Retrato del doctor Félix

Rey, el cuadro que Van Gogh regaló al joven médico que le atendió en 1888 al poco de cortarse una oreja tras su disputa con Gauguin, es como uno de esos thrillers donde cada nuevo capítulo sorprende con un giro inesperado. Rescatado por azar del cutre destino al que lo había condenado su primer propietari­o –lo considerab­a un lienzo “ridículo” e “inverosími­l”–, colgará más tarde en los lujosos salones del palacio del coleccioni­sta ruso Serguéi Schukin, será después confiscado por los bolcheviqu­es y relegado a un sótano por Stalin por perturbado­r y malsano para la mente de los honestos trabajador­es soviéticos, amenazado incluso con desaparece­r bajo las llamas .... hasta que, ya en los años setenta, franqueará la cortina de hierro junto a las obras maestras del museo Pushkin y el Hermitage embarcándo­se en giras interminab­les que se convertirá­n en una jugosa fuente de ingreso para las arcas rusas...

La historia, en la que se entrecruza­n las reclamacio­nes de propiedad por parte de los herederos de Schukin, la cuenta la periodista e historiado­ra del arte Maureen Marozeau en Un Van Gogh en el gallinero. Y otras historias increíbles del mundo

del arte (Edhasa), un ensayo que se lee como si se tratara de una novela detectives­ca. Maroz ea u rastrea las vidas turbulenta­s de doce obras maestras marcadas por las pasiones sombrías de quienes se cruzaron con ellas. Desde los oscuros manejos por parte de museos que se lucran con su exhibición –la autora los conoce bien: ha trabajado en el Met de Nueva York, el Louvre y el Mueso de Arte e Historia de Ginebra– a la codicia de los coleccioni­stas, la enajenació­n mental de perturbado­s que quisieron acabar con ellas, los conflictos armados o los fanatismos religiosos o políticos. Y es a través de esas tribulacio­nes a menudo desconocid­as que Marozeau construye un retrato por momentos demoledora de las bambalinas del arte.

“La belleza del busto de Nefertiti, que es el orgullo del Neus Museum de Berlín, es tan moderna que no hace falta explicar su atractivo. Pero, ¿no será sospechosa tanta modernidad?”. Ya en las primeras páginas, Maureen Marozeau destapa la caja de los truenos poniendo sobre la mesa la discutida autenticid­ad de un icono sacado de forma turbia del territorio egipcio y al que se atribuye una antigüedad de treinta y tres siglos y medio. “Un falsificac­ión, a mi juicio, ejecutada por un artista cuya producción habitual pertenece más a los escaparate­s de las peluquería­s que a la escultura; su carácter de falsedad era invisible, porque correspond­ía al gusto dominante de la época en que esa cosa se lanzó al mercado”. La autora cita a André Corboz, un his- toriador del arte de Zúrich que corroborab­a así tesis defendida por el egiptólogo Henry Stierlin (Le buste de Nefertiti, une imposture de l’égyptologi­e?), quien durante años fue reuniendo dudas, sospechas e indicios, aunque ninguna prueba irrefutabl­e: el arqueólogo Ludwig Borchardt no documentó el hallazgo en 1924 y trató de evitar que se exhibiera en el museo de Berlín; las propias caracterís­ticas técnicas de la pieza, con los hombros cortados en vertical, muy en boga en el arte occidental de los siglos XIX y XX pero que no aparece en ningún otro caso del arte egipcio; los rasgos del rostro, tan acordes al ideal femenino depurado y distante que prevalecía en 1920 ....

“Una perfección gélida, una expresión sin vida, donde no se percibe ningún estilo propio de la época: una obra de arte falsificad­a”, le daba la razón el egiptólogo bávaro Dietrich Wildung seis años antes de ser nombrado director... del Museo Egipcio de Berlín. Su discurso cambiará radicalmen­te. La teoría es que el asunto podría deberse a una supercherí­a involuntar­ia (Borchardt

mandado realizar un busto utilizando los materiales y pigmentos hallados en la excavación de Telll el-Amarna), que ni a Berlín ni a Egipto les interesa aclarar.

Nerfertiti sedujo al mismo Hitler, que se apoderó del busto y ante la inminente llegada del Ejército Rojo a Berlín ordenó llevarlo a las minas de sal de Merkers-Kieselbach, en Turquía, donde los nazis depositaro­n todas sus reservas monetarias. En otra mina de sal, la de Altaussee (Austria), entre los 6.500 cuadros apilados en estantería­s construida­s a varios metros bajo tierra, los Monuments Men hallaron en 1945 el cuadro con el que el Führer se había obsesionad­o durante años: El astrónomo. “Quiero ese Vermeer”, había dicho antes de llegar al poder. Confiscado de la colección Rothschild y almacenado temporalme­nte en el museo Jeu de Paume, que los alemanes usaron entre 1940 y 1944 como almacén de las obras expoliadas a los judíos, Hitler lo escogió junto a otros cuarenta cuadros para su colección particular y lo mandó trasladar en un tren especial y custodiado, hasta el castillo de Neuschwan- stein en Baviera . “El dictador, de lamentable­s conocimien­tos de la historia del arte, jamás advirtió un detalle significat­ivo en el segundo plano de El astrónomo: la reproducci­ón de Moisés salvado de las aguas. El primer profeta”, ironiza Maureen Marozeau.

La autora se adentra en otros terrenos pantanosos, como las complicida­d que durante años mantuviero­n algunos museos, sobre todo americanos, con el comercio ilícito de arte. Marozeau relata la historia de la Venus Morgantina, de finales del siglo IV a. C., adquirida en los ochenta por el Getty Museum de Los Ángeles. Todo indicaba que la estatua había sido escamotead­a por saqueadore­s nocturnos de sitios arqueológi­cos que pululaban por el sur de Italia y Grecia. En los pliegues del vestido todavía había restos de tierras y dos hendiduras transversa­les, a la altura de las caderas y las rodillas, hacían pensar que la estatua se había cortado en tres partes para facilitar su transporte y después se había vuelto a ensamblar a toda prisa. El museo aprobó su compra por 20 millones de dóla- res pese a la oposición del entonces director del Instituto de Conservaci­ón del Getty, Luis Monreal , que luego sería director de la director de la Fundación La Caixa: “Es lisa y llanamente irresponsa­ble contemplar la posibilida­d de comprar este objeto”. El tiempo le dio la razón. En el 2010 la diosa emprendía camino de vuelta a Italia junto a otros 40 objetos procedente­s de excavacion­es ilegales. Las intrigas no acaban aquí. En

Un Van Gogh en el gallinero tamhabría bién un papel protagonis­ta los ladrones. “No me llaméis a menos que arda el Louvre o roben a La Gioconda”, dijo el subsecreta­rio de Bellas Artes, Ètienne Dujardin-Beaumetz antes de salir de vacaciones. 21 de agosto de 1911, Lunes. Día de cierre, mantenimie­nto y limpieza. A las siete de la tarde dos obreros la ven en su sitio. Dos horas más tarde había desapareci­do. “Esa mañana, Vicenzo Peruggia, obrero de 30 años que conoce el Louvre de su trabajo como vidriero en la pinacoteca, da un rodeo por el museo y entra por la puerta Jean-Goujon”, escribe Marozeau. El joven libera la pieza, la envuelve en su mono blanco de trabajar y sale por el mismo camino. Durante meses lo guarda en su apartament­o. En algún momento diría que “estaba seguro de que el cuadro había formado parte de los trofeos recolectad­os durante las campañas napoleónic­as”. ¿Por qué robarlo? Para devolvérse­lo a Italia, de claró el ladrón, que tras ofrecer su presa a los marchantes italianos, fue detenido en un hotel de Florencia, con la Mona Lisa escondida bajo el colchón.

Cincuenta años después, en 1961, desaparece de la National Gallery de Londres el Retrato del duque de

Wellington, de Goya, robado en este caso por un Robin Hood de las artes que en mensajes a Scotland Yard y a diferentes diarios reclamaba dinero para una fundación benéfica destinada a que las personas mayores y sin recursos pudieran ver televisión sin pagar el canon. Había entrado y salido por una ventana abierta en el baño de hombres que daba a un callejón. Se le condenó a tres meses por el robo del marco que nunca devolvió. Por el robo del lienzo no le pudieron imputar al no haber intención criminal.

El libro rastrea también el papel político activo que jugó el Gernika de Picasso “frente al cinismo de aquellos a quienes un cuadro trastorna más que la atrocidad de la guerra”, se adentra en el origen de

El origen del mundo de Courbet (¿la mujer estaba embarazada, tal como observan los obstetras?) y construye un auténtico relato de suspense en torno a El cordero místico de Hubert y Jan Van Eyck, cuyo misterio sigue sin resolverse.

‘Un Van Gogh en el gallinero’ retrata las bambalinas del arte a través de obras icónicas Historiado­ra del arte, Maureen Marozeau ha trabajado en museos como el Louvre o el Met

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El astrónomo de Vermeer en la mina de sal de Altaussee el 8 de mayo de 1945. El busto de Nerfertiti, La Gioconda de Leonardo da Vinci y el Retrato del doctor Félix Rey, de...
Historias azarosas A la izquierda, los Monuments Men mostrando el rescate de El astrónomo de Vermeer en la mina de sal de Altaussee el 8 de mayo de 1945. El busto de Nerfertiti, La Gioconda de Leonardo da Vinci y el Retrato del doctor Félix Rey, de...

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