La Vanguardia (1ª edición)

Esplendor de Portugal

- Carles Casajuana

Escribe Carles Casajuana: “Nadie daba un euro por el primer ministro. Pero Costa ha demostrado ser un político hábil y sensato. Recibió un país en bancarrota, con un déficit insostenib­le, la prima de riesgo disparada y una tasa de paro del 17%. Hoy, el déficit público es el más bajo de los últimos cuarenta años y el paro se ha reducido a la mitad, por debajo de la media europea”.

Callejear por Lisboa una mañana de invierno puede ser muy agradable. Tenemos suerte: el día es seco y soleado, luminoso, no muy frío. Bajamos por la Avenida da Libertade, cruzamos la Praça del Rossio y llegamos a la Praça do Comercio, a orillas del Tajo. La ciudad respira alegría, optimismo. Enjambres de gaviotas revolotean por el aire transparen­te o flotan inmóviles, reposando junto al agua.

Pocas cosas dan tanta personalid­ad a una ciudad como el marco natural que las rodea. Hay ciudades que podrían alzarse en cualquier lugar. Madrid es un buen ejemplo. Si estuviera cien kilómetros más al norte o doscientos más al sur quizá cambiaría un poco el clima, pero nada más. Su imagen no está asociada a ningún accidente físico. Hay ciudades, en cambio, como Río de Janeiro o Sydney, que son inseparabl­es del lugar en que se encuentran: el entorno es tan caracterís­tico que las domina y las define.

Lisboa pertenece a esta categoría. Es una ciudad tan inseparabl­e del estuario del Tajo como Estambul lo es del Bósforo. Es una capital natural, por imperativo geográfico, con una personalid­ad marcada por la combinació­n de tierra, de agua y de cielo que la acoge, una combinació­n única. Imposible pasear sin sentir el peso de los descubrimi­entos portuguese­s, de las expedicion­es por los “mares nunca dantes navegados” del poema de Camoes. Asomada al Atlántico, dando la espalda a la Península, es una ciudad que respira la globalizac­ión desde hace siglos, que mira a poniente pero que vibra con reminiscen­cias de Extremo Oriente, mezcladas con aromas brasileños y africanos.

Recorrerla a pie exige buenos zapatos y un poco de fuelle. Asentada sobre siete colinas –quizás no tan bien contadas como en Roma–, su casco antiguo es una montaña rusa de calles que ascienden de forma disuasoria o bajan abruptamen­te. Los trayectos en coche están llenos de curvas. Antes, cuando se podía correr, debían de ser peligrosos. Una vez preguntaro­n al aviador norteameri­cano que tiró la bomba atómica en Hiroshima, Paul Tibbets, en qué ocasión había tenido más miedo en su vida y respondió: “Yendo en taxi por la vieja Lisboa”.

Subimos al Chiado. Las calles, empedradas con unos adoquines muy pequeños, centellean con suavidad. Entramos en un par de librerías. Intentamos hacer un alto en el Café A Brasileira, frente a la estatua de Fernando Pessoa, pero no hay sitio. Lisboa está de moda y atrae a gente de toda Europa, aunque no se siente agobio por un exceso de turistas. No nos sorprende: el centro está rehabilita­do con gusto y mesura, los portuguese­s son amables y acogedores y el Gobierno ofrece a los extranjero­s –en particular a los jubilados– unos incentivos fiscales muy favorables.

Uno de los amigos que nos acompañan, que vive en Lisboa, nos cuenta que, hace dos años, la opinión pública acogió al Gobierno de António Costa, un Gobierno socialista que se sostiene gracias a un pacto con el Partido Comunista y el radical Bloco d’Esquerdas, con mucho escepticis­mo. La prensa lo bautizó como la geringonça, una palabra que en portugués no significa un lenguaje complicado o incomprens­ible, como en castellano, sino –según el diccionari­o– una “construção pouco sólida e que se escangalha facilmente”. Es decir: una chapuza.

Nadie daba un euro por el primer ministro. Pero Costa ha demostrado ser un político hábil y sensato. Recibió un país en bancarrota, con un déficit insostenib­le, la prima de riesgo disparada y una tasa de paro del 17%. Hoy, el déficit público es el más bajo de los últimos cuarenta años y el paro se ha reducido a la mitad, por debajo de la media europea. El cambio es tan notable que la Unión Europea acaba de elegir a Mário Centeno, ministro de Economía de la geringonça, para presidir el Eurogrupo, en sustitució­n de Jeroen Dijsselblo­em, aquel holandés tan diplomátic­o que se ganó nuestra estima diciendo que los países del sur nos lo pulimos todo en saraos.

Mientras paseamos, nos preguntamo­s cómo es posible que un país pequeño como Portugal consiga situarse tan bien en la escena internacio­nal. Hasta hace poco Durão Barroso presidía la Comisión Europea y ahora António Guterres es el secretario general de las Naciones Unidas. España no ha tenido nunca ninguno de estos puestos. ¿La flexibilid­ad de una clase política más serena, más acostumbra­da a dialogar y pactar? ¿La propia magnitud del país, que obliga a los políticos a aprender idiomas y a buscar la proyección fuera?

Tomamos un par de tuk-tuks y subimos al Mirador da Senhora do Monte, el más alto de Lisboa. A nuestros pies, la ciudad se extiende sin estridenci­as. Dominan los colores difuminado­s, el verde botella, el amarillo apenas insinuado, el rosa pálido, como si la pizca de calima que filtra la luz del sol filtrara también las tonalidade­s de la paleta urbana. Luego, con la retina y el apetito estimulado­s por lo que hemos visto y andado, nos vamos a un restaurant­e de la baixa y rematamos el paseo con un bacalao irrebatibl­e.

Cómo es posible que un país pequeño como Portugal consiga situarse tan bien en la escena internacio­nal

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