Reforma compleja
La reforma de la Constitución española nunca fue tan necesaria como hoy, pero tampoco presentó tantas dificultades como ahora
Las valoraciones sobre la democracia española continúan suspendiendo en las encuestas, pero su regeneración no se antoja fácil.
La satisfacción con el funcionamiento de la democracia española ha experimentado una ligera mejoría. Atrás quedan los años de plomo de la crisis económica, cuando casi el 70% de los consultados por el CIS se mostraba insatisfecho con la democracia y casi el 55% apostaba por una reforma de la Constitución. Sin embargo, la mejoría ha sido muy modesta y las valoraciones sobre la democracia española continúan hundidas en las tinieblas del suspenso (con una nota del 4,5 en el 2016). Y, además, sigue en pie la fractura catalana, con más de un tercio de sus ciudadanos alineados incondicionalmente con la independencia (es decir, que no aceptarían otra fórmula de relación con el resto de España). Ciertamente, en el 2013 esa cifra rozaba el 50%, pero la falta de respuesta al malestar catalán podría volver a engrosar la insurgencia secesionista.
En definitiva, la necesidad de una puesta al día de la Carta Magna parece fuera de toda duda. No en vano, la demanda viene de lejos, pues ya a mediados de la década pasada las voces a favor de su reforma se hicieron mucho más numerosas que las de quienes recelaban de un cambio, hasta el punto de que estos últimos llegaron a caer por debajo del 25% de los consultados. Y, por otra parte, las reformas constitucionales son moneda corriente en otros países europeos: desde las once de Italia a las 46 de Alemania. Entre nuestros vecinos más cercanos, la horquilla oscila entre las cinco de Portugal (cuya Constitución es apenas dos años más vieja que la española) y las 24 de Francia (20 años más antigua).
Sin embargo, la gran paradoja del momento actual es la dificultad para reproducir los amplísimos consensos de la transición. Y esta dificultad se adivina ya en el hecho de que la propia sociedad española está, en apariencia, mucho más polarizada que hace cuatro décadas. Sobre todo en el tema clave que más conflictos plantea actualmente: la organización territorial de España y el encaje de Catalunya en el marco español. Ahí, la evolución desde el 2010 es elocuente: en apenas dos años la tasa de contrarios al Estado autonómico (o de partidarios de reducir en distinta medida el autogobierno regional) pasó del 25% al 39% de los españoles. Y aunque ese porcentaje se ha reducido desde entonces, se mantiene cerca del 30%.
Este porcentaje, sin embargo, no debería aparecer como un obstáculo insalvable. Todavía a comienzos de la década de los 80, la cifra de españoles que directamente rechazaban el Estado autonómico y apostaban por un único gobierno central se situaba en el 29% de los consultados. Pero esa realidad social no impidió la aprobación de una Constitución que abría la puerta al propio despliegue autonómico. ¿Cuál sería entonces la diferencia decisiva, hoy, con aquella coyuntura?
Los mapas ofrecen, como siempre, una respuesta. Mientras en la actualidad el antagonismo territorial es muy visible, durante la transición apenas se expresaba. Y la mejor prueba de ello son los índices de respaldo a la Constitución que se registraron en el referéndum de 1978. El rasgo dominante fue la homogeneidad, con niveles de apoyo similares (por encima del 60% del censo) en Catalunya, Madrid, Levante, Andalucía o Aragón. Ahora en cambio, las preferencias territoriales no pueden ser más heterogéneas, con autonomías como Murcia, ambas Castillas, Madrid o Aragón que han llegado a registrar respaldos a un estado centralizado muy por encima del 30% (o incluso del 40%) de los consultados. Y esta realidad ha tenido un correlato en la representación política, con partidos políticos –como Ciudadanos– que han crecido al calor de ese sentimiento antiautonomista.
De hecho, el nuevo sistema de partidos –marcado al mismo tiempo por una gran polarización ideológica, con el crecimiento hasta niveles inéditos de formaciones de izquierda antisistema– constituye el otro gran obstáculo para un nuevo pacto constitucional. Para comprobarlo, no hay más que rememorar el apoyo parlamentario que tuvo en 1878 la Carta Magna. No sólo votaron a favor las dos grandes fuerzas centrales (UCD y PSOE), sino que también lo hicieron sus competidores a izquierda (el PCE) y derecha (al menos la mitad de los diputados de Alianza Popular). Y, lo más importante, el texto original tuvo también el apoyo del nacionalismo catalán y la abstención del vasco.
Esa convergencia resulta difícil de imaginar hoy en día. Ideológicamente, las posiciones del PP (o de Cs) y Podemos no pueden estar más alejadas, tanto en lo político como en lo territorial. Y, paralelamente, la deriva soberanista del nacionalismo catalán convierte en poco menos que imposible su participación en un proyecto de reforma constitucional aceptable para todos. La
La principal dificultad son unos antagonismos territoriales que apenas se expresaban durante la transición
paradoja más prometedora que registra la convulsa situación actual la personifica el pacificado y conciliador País Vasco, un territorio donde el apoyo a la Constitución española se situó en alguno de los territorios históricos por debajo del 30% del censo en 1978.