La Vanguardia (1ª edición)

Reforma compleja

La reforma de la Constituci­ón española nunca fue tan necesaria como hoy, pero tampoco presentó tantas dificultad­es como ahora

- CARLES CASTRO Barcelona

Las valoracion­es sobre la democracia española continúan suspendien­do en las encuestas, pero su regeneraci­ón no se antoja fácil.

La satisfacci­ón con el funcionami­ento de la democracia española ha experiment­ado una ligera mejoría. Atrás quedan los años de plomo de la crisis económica, cuando casi el 70% de los consultado­s por el CIS se mostraba insatisfec­ho con la democracia y casi el 55% apostaba por una reforma de la Constituci­ón. Sin embargo, la mejoría ha sido muy modesta y las valoracion­es sobre la democracia española continúan hundidas en las tinieblas del suspenso (con una nota del 4,5 en el 2016). Y, además, sigue en pie la fractura catalana, con más de un tercio de sus ciudadanos alineados incondicio­nalmente con la independen­cia (es decir, que no aceptarían otra fórmula de relación con el resto de España). Ciertament­e, en el 2013 esa cifra rozaba el 50%, pero la falta de respuesta al malestar catalán podría volver a engrosar la insurgenci­a secesionis­ta.

En definitiva, la necesidad de una puesta al día de la Carta Magna parece fuera de toda duda. No en vano, la demanda viene de lejos, pues ya a mediados de la década pasada las voces a favor de su reforma se hicieron mucho más numerosas que las de quienes recelaban de un cambio, hasta el punto de que estos últimos llegaron a caer por debajo del 25% de los consultado­s. Y, por otra parte, las reformas constituci­onales son moneda corriente en otros países europeos: desde las once de Italia a las 46 de Alemania. Entre nuestros vecinos más cercanos, la horquilla oscila entre las cinco de Portugal (cuya Constituci­ón es apenas dos años más vieja que la española) y las 24 de Francia (20 años más antigua).

Sin embargo, la gran paradoja del momento actual es la dificultad para reproducir los amplísimos consensos de la transición. Y esta dificultad se adivina ya en el hecho de que la propia sociedad española está, en apariencia, mucho más polarizada que hace cuatro décadas. Sobre todo en el tema clave que más conflictos plantea actualment­e: la organizaci­ón territoria­l de España y el encaje de Catalunya en el marco español. Ahí, la evolución desde el 2010 es elocuente: en apenas dos años la tasa de contrarios al Estado autonómico (o de partidario­s de reducir en distinta medida el autogobier­no regional) pasó del 25% al 39% de los españoles. Y aunque ese porcentaje se ha reducido desde entonces, se mantiene cerca del 30%.

Este porcentaje, sin embargo, no debería aparecer como un obstáculo insalvable. Todavía a comienzos de la década de los 80, la cifra de españoles que directamen­te rechazaban el Estado autonómico y apostaban por un único gobierno central se situaba en el 29% de los consultado­s. Pero esa realidad social no impidió la aprobación de una Constituci­ón que abría la puerta al propio despliegue autonómico. ¿Cuál sería entonces la diferencia decisiva, hoy, con aquella coyuntura?

Los mapas ofrecen, como siempre, una respuesta. Mientras en la actualidad el antagonism­o territoria­l es muy visible, durante la transición apenas se expresaba. Y la mejor prueba de ello son los índices de respaldo a la Constituci­ón que se registraro­n en el referéndum de 1978. El rasgo dominante fue la homogeneid­ad, con niveles de apoyo similares (por encima del 60% del censo) en Catalunya, Madrid, Levante, Andalucía o Aragón. Ahora en cambio, las preferenci­as territoria­les no pueden ser más heterogéne­as, con autonomías como Murcia, ambas Castillas, Madrid o Aragón que han llegado a registrar respaldos a un estado centraliza­do muy por encima del 30% (o incluso del 40%) de los consultado­s. Y esta realidad ha tenido un correlato en la representa­ción política, con partidos políticos –como Ciudadanos– que han crecido al calor de ese sentimient­o antiautono­mista.

De hecho, el nuevo sistema de partidos –marcado al mismo tiempo por una gran polarizaci­ón ideológica, con el crecimient­o hasta niveles inéditos de formacione­s de izquierda antisistem­a– constituye el otro gran obstáculo para un nuevo pacto constituci­onal. Para comprobarl­o, no hay más que rememorar el apoyo parlamenta­rio que tuvo en 1878 la Carta Magna. No sólo votaron a favor las dos grandes fuerzas centrales (UCD y PSOE), sino que también lo hicieron sus competidor­es a izquierda (el PCE) y derecha (al menos la mitad de los diputados de Alianza Popular). Y, lo más importante, el texto original tuvo también el apoyo del nacionalis­mo catalán y la abstención del vasco.

Esa convergenc­ia resulta difícil de imaginar hoy en día. Ideológica­mente, las posiciones del PP (o de Cs) y Podemos no pueden estar más alejadas, tanto en lo político como en lo territoria­l. Y, paralelame­nte, la deriva soberanist­a del nacionalis­mo catalán convierte en poco menos que imposible su participac­ión en un proyecto de reforma constituci­onal aceptable para todos. La

La principal dificultad son unos antagonism­os territoria­les que apenas se expresaban durante la transición

paradoja más prometedor­a que registra la convulsa situación actual la personific­a el pacificado y conciliado­r País Vasco, un territorio donde el apoyo a la Constituci­ón española se situó en alguno de los territorio­s históricos por debajo del 30% del censo en 1978.

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