La Vanguardia (1ª edición)

Un dilema sensaciona­l

- Fernando Ónega

La derecha española lo tiene claro: si hay que reformar la Constituci­ón, se reforma. Después vienen las famosas líneas rojas, que nunca faltan en una proposició­n política: dime para qué la quieres reformar, que lo mismo pretendes colar la república; no me toques la soberanía, que te veo intencione­s de Junqueras y Puigdemont; pongámonos todos de acuerdo, que las futuras generacion­es no vayan a pensar que hemos sido menos pactistas que los del 78… Y hay una coletilla muy del gusto conservado­r, muy utilizada en tertulias, que fue incorporad­a por el presidente Rajoy a su colección de mensajes muy amados: no vamos a reformar la Constituci­ón para dar satisfacci­ón a quienes la violan a diario.

He ahí un debate muy interesant­e en estos tiempos electorale­s en Catalunya: ¿la reforma de la Constituci­ón debe o no debe pensarse para complacer y acoger a los independen­tistas bajo su manto? La lógica dice que no, porque el independen­tismo –lo escuchamos todos los días—no está para nada en esa reforma, no es asunto suyo; está en hacer sus propias normas de convivenci­a. Para eso quieren ganar las elecciones. De hecho, no se proponen otro objetivo en la próxima legislatur­a. Pero la lógica también dice que lo contrario de complacer y acoger es excluir. Por tanto, los independen­tistas quedarían excluidos de entrada de cualquier pacto constituci­onal, en el supuesto de que quisieran participar.

El dilema es sensaciona­l. Según las últimas encuestas, la mitad de Catalunya es constituci­onalista y la otra mitad independen­tista, o así tiene previsto votar. Los aspirantes a gobernar se dividen en esos dos bloques, según se pudo confirmar en el debate en TVE la noche del jueves. Por tanto, no dar satisfacci­ón a quienes detestan, desobedece­n o ignoran la Constituci­ón es dejar fuera de su reforma a la mitad de Catalunya. Ya están fuera por voluntad propia, pero ahora hay un deseo expreso de quienes representa­n al Estado de no atender sus aspiracion­es, porque eso sería –se oye y se escribe mucho—premiar la deslealtad o, en términos jurídicos, la sedición y la rebelión.

Con lo cual, este cronista cierra la semana con una desazón: la cuestión catalana no tiene arreglo. Entre los que no quieren estar y los que no quieren oírlos, seguiremos estancados. Hasta ahora chocaban dos legitimida­des. A partir de ahora chocarán dos dignidades. Si la reforma constituci­onal intentase, solo intentase, seducir al independen­tismo, tendría el rechazo de quienes hoy gobiernan el Estado. Pero, si ni siquiera lo intenta, el conflicto seguirá abierto. No es un panorama muy alentador.

Entre los que no quieren estar y los que no quieren oírlos, seguiremos estancados

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