La Vanguardia (1ª edición)

Terror islamista: ¿dónde está Dios?

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París Traducción: José M.ª Puig de la Bellacasa

Entre las innumerabl­es cuestiones que suscita el terrorismo islamista, hay una que merece una atención muy especial: ¿qué lugar ocupa la religión en esta violencia extrema? El debate está mal planteado cuando los expertos subrayan la mediocrida­d de los conocimien­tos religiosos, incluso su desconocim­iento del islam, excepto algunas nociones extraídas de una o de un par de suras. Cuando subrayan que, en última instancia, el islamismo sería una utilizació­n abusiva del islam, una adaptación muy alejada de las prescripci­ones del Corán que no tendría nada de religiosa. Y cuando otros replican que incluso mediocres, fragmentar­ias, las referencia­s de los protagonis­tas no son por ello menos musulmanas, lo que conduce a veces a la idea de que el propio islam se halla en juego, todo él, de forma que el islamismo de los terrorista­s no es más que una variante radical posibilita­da por el propio contenido de los textos sagrados.

Un punto de partida valioso viene dado por el debate que ha opuesto a dos de los mejores especialis­tas mundiales del islam en su vertiente política, Gilles Kepel y Olivier Roy. Roy ha pedido que se hable no de una “radicaliza­ción del islam sino de la islamizaci­ón de la radicalida­d”, de modo que el análisis parta de las trayectori­as sociales de los actores; Kepel, por el contrario, ha defendido que la religión se sitúe en su mismo corazón.

En algunos casos, en efecto, los terrorista­s han experiment­ado una socializac­ión primaria, en la familia y en el medio cultural, donde la religión era cuestión central; en otros casos, han descubiert­o el islam de modo tardío, a veces incluso aparenteme­nte unas semanas o meses únicamente antes de actuar.

No obstante, considerem­os una dimensión singular del terrorismo islamista: casi siempre, los protagonis­tas que causan la muerte saben que morirán ellos mismos en y a partir de su acción. La actitud mártir es en este caso indisociab­le del paso a la acción y del deseo de abandonar esta Tierra.

En otras experienci­as terrorista­s, era raro el caso de que los protagonis­tas se suicidaran, que tomaran la decisión de morir. Pudo suceder en las huelgas de hambre de los militantes del IRA en Irlanda o de la Fracción del Ejército Rojo en Alemania; pero el terrorismo de los años sesenta y setenta no sigue la vía de la inmolación. Por otra parte, violencias extremas que carecen de cariz político pueden revestir el aspecto de un gesto suicida; así es en el caso de los tiroteos en centros educativos y en otras matanzas en Estados Unidos. Pero, a diferencia de estos casos, la autodestru­cción yihadista presenta un alcance político o más bien metapolíti­co que posibilita las conviccion­es religiosas.

¿Cuál es este alcance? En 1980, mientras Irán acababa de vivir la revolución religiosa que había puesto fin al régimen del sha, Iraq bombardeó territorio iraní e inició una guerra que duraría ocho años. La movilizaci­ón iraní concernió ante todo al reclutamie­nto de jóvenes, las milicias Basij que pidieron combatir en primera línea consciente­s de que iban a morir. Esta elección mortífera estaba clara: estos mártires consideran que la revolución ha fracasado y que no les queda la esperanza de una vida mejor sobre la Tierra. La religión les aporta la promesa de otro mundo y hace así posible su sacrificio.

Esta lógica se encuentra en el caso de cierto número de yihadistas para quienes la muerte será una liberación: creen que la vida en la Tierra no es posible y que no tienen “ningún lugar en ella”, como ha dicho Jaled Kelkal, entrevista­do por el sociólogo Dietmar Loch, que ha realizado encuestas en los barrios periférico­s de Lyon, antes de su huida en brazos del terrorismo. Sin la fe religiosa, sin la promesa de que después de la muerte llegará el paraíso, donde podrán desflorar a 72 vírgenes y donde la leche, la miel, el vino brotarán incluso a chorros, el tránsito a la acción es indudablem­ente más difícil.

Considerem­os ahora el caso de las muchachas venidas de Europa para participar en la yihad en Siria. Han elegido la yihad para vivir, según creen al partir, un gran amor con un combatient­e que no teme dar su vida por la causa que representa o para luchar contra un tirano sanguinari­o. Emprenden un viaje iniciático o incluso viven plenamente su fe (a veces son convertida­s) en tierra musulmana, en una decisión que no tiene carácter mortífero. Ellas no participan –sólo excepciona­lmente– en la violencia terrorista ni en el combate. En su discurso, Dios está menos presente que en el de los hombres. Quieren vivir, no hablan de infligirse la muerte. Lo que, en contraste, permite comprender mejor el papel decisivo de la religión en el terrorismo islamista: el tránsito al acto, que quiere decir que se desea asimismo pasar a mejor vida, se explica mucho mejor con la fe que sin ella, y no pasar al acto (en las mujeres) es indisociab­le de una cierta aceptación de la vida en la Tierra.

La radicaliza­ción puede no ser religiosa, sino surgir al final de un proceso, pero en el momento del tránsito al acto necesita conviccion­es religiosas. Es posible que sea necesario matizar este razonamien­to, pero una cuestión parece segura: la religión no es un elemento secundario que venga a apoyar la radicaliza­ción; es decisiva. Lo cual complica la tarea de quienes se encargan de desradical­izar a los yihadistas. La cuestión no es sólo social, cultural, económica o política, no se trata sólo de resocializ­ar a los jóvenes que vuelven de Siria. Es necesario también tener en cuenta sus conviccion­es, su fe, cuya fuerza sigue siendo considerab­le.

La radicaliza­ción puede no ser religiosa pero en el momento de la acción terrorista necesita conviccion­es religiosas

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