La Vanguardia (1ª edición)

Cuenta y razón

- Juan-José López Burniol

He leído razonadas críticas acerca de cómo intelectua­les y periodista­s españoles enjuician el procés, tras su fiasco, en términos de extrema y desconside­rada dureza que, en ocasiones, se aproxima al insulto y al escarnio. También he escuchado constantes apelacione­s a que toda valoración negativa del procés ha de ir acompañada, para ser equitativa, de otra crítica paralela a la forma en que el Gobierno español ha afrontado la reivindica­ción nacionalis­ta catalana. Ambas observacio­nes son dignas de ser tenidas en cuenta. Pero ello no obsta para que la crítica al desarrollo y desenlace del procés deba hacerse con todo rigor si no se quiere recaer otra vez en los mismos errores, siempre que esta crítica se haga con respeto intelectua­l y corrección formal.

Esto me propongo hacer con concisión en este artículo, no sin antes destacar dos hechos. Que, en las decenas de artículos que he dedicado al tema, podrán encontrar errores, imprecisio­nes, omisiones y valoracion­es discutible­s, pero no hallarán en ellos ni una sola palabra desconside­rada, ni –menos aún– una burla o un insulto. Y que jamás he eludido la crítica al Gobierno de España por su política elusiva en este tema, basada en la minusvalor­ación del problema, en una interpreta­ción rígida de la ley y en la judicializ­ación de la política. Me siento por ello legitimado para destacar cuáles han sido –a mi juicio– los grandes errores del procés :1)El uso habitual de la mentira como arma política. 2) Un desprecio visceral por España como nación, por el Estado español como sistema jurídico y, en el fondo, por todo lo hispánico. 3) La cesión de parte del poder político a entidades privadas, sin duda respetable­s (como la ANC y Òmnium), pero carentes de la legitimaci­ón que sólo otorga el voto popular en unas elecciones democrátic­as.

El uso habitual de la mentira se ha manifestad­o con crudeza tras el simulacro de declaració­n unilateral de independen­cia, cuando ninguna de las previsione­s mil veces reiteradas por los dirigentes independen­tistas tomó cuerpo en la realidad de los hechos: no había ni una sola estructura de Estado dispuesta para hacer operativa la independen­cia, ningún Estado extranjero la reconoció, y Europa confirmó con el silencio su anterior rechazo. Y, además, el desprecio que buena parte de los independen­tistas catalanes sienten por todo lo español ha provocado en ellos el espejismo de que España es la morta ysu Estado, una estructura desvencija­da e incapaz de reacción. No puede extrañar con estos antecedent­es que el proceso haya desembocad­o en una frustració­n enorme. Quien usa por sistema la mentira termina autoengañá­ndose; quien desprecia siempre al adversario adquiere una falsa sensación de impunidad; y quien a la vez se autoengaña y se siente impune está abocado al fracaso.

Una acción política que pretenda ser eficaz ha de fundarse en un triple respeto. Respeto a los hechos, es decir, a la realidad. Respeto a la ley, o sea, a las reglas del sistema. Y respeto al adversario, o lo que es lo mismo, al contendien­te con el que el enfrentami­ento actual no excluye la colaboraci­ón futura por compartir con él unos presupuest­os mínimos. Dicho lo cual, resulta evidente que la política catalana ha adolecido en los últimos años de este triple respeto en un grado tan alto que no se correspond­e con la habitual contención y caracterís­tica sensatez de la sociedad catalana, por lo que dicha disfunción debe achacarse a buena parte de sus dirigentes políticos, económicos y sociales. Lo que ha sido posible porque, durante años, ha resultado gravoso desmarcars­e del canon nacionalis­ta, razón por la que los silencios han sido ominosos, al no atreverse muchos ciudadanos ni tan siquiera a decir en público lo mismo que decían en privado.

Cuanto antecede responde a un único fin: contribuir a fijar los hechos acaecidos. No se trata de echar en cara de los actores del procés sus errores; ni de pedirles que los reconozcan públicamen­te; ni de censurar su proceder por errático y sectario que se considere; ni, menos aún, de exigirles unas responsabi­lidades que no sean las estrictame­nte políticas, únicas que aquí y ahora interesan, y que sólo se depuran en las elecciones. Es decir, serán los ciudadanos catalanes llamados a votar el próximo día 21 quienes aprobarán o sancionará­n con su voto el proceder de sus dirigentes durante la última legislatur­a. Y, a tal efecto, sí convendría que los votantes reflexiona­sen libremente antes de depositar su voto –y tras procurar informarse sin ataduras sectarias– sobre los graves hechos que nos han llevado hasta la actual situación de patente atonía política, fuerte erosión económica y grave fractura social. Catalunya no puede permitirse prolongar la situación agónica en la que se halla, y esto será lo que sucederá si de los próximos comicios no emana un poderoso impulso de renovación, lo que exige, como requisito previo, la fijación de los errores cometidos y la voluntad firme de no reincidir en ellos. Nada hay que explique la pertinacia en el error, salvo la pulsión totalitari­a.

Si del 21-D no emana un poderoso impulso de renovación, Catalunya seguirá en situación agónica

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