La Vanguardia (1ª edición)

Discretos

- Ramon Aymerich

En relaciones internacio­nales se utiliza el término soft power para describir las habilidade­s de un país para influir y hacerse oír sin recurrir a la fuerza. Estados Unidos, por ejemplo, y al menos hasta la llegada de Donald Trump, siempre ha jugado con ventaja gracias a su hegemonía en el mundo de la cultura (la televisión) o de los negocios (las normas que regulan las actividade­s económicas). El término se le atribuye a un profesor de Harvard, Joseph Nye, y es tan propio de los buenos tiempos de la globalizac­ión –mitad de los noventa– como el libro de dos economista­s, también de Harvard, El tamaño de las naciones. Alberto Alesina y Enrico Spolaore razonaban que en un periodo de apertura comercial y de paz como el que se percibía, los países pequeños –más cohesionad­os, menos heterogéne­os– podían responder mejor a las expectativ­as de sus ciudadanos y podían incluso ser más eficientes en su desarrollo económico.

Portugal no encaja en ninguno de esos patrones. No ha sido un país con una proyección exterior identifica­ble (en el mundo moderno pesa mucho más la gran maquinaria audiovisua­l brasileña, antigua colonia). Sí es una economía pequeña, de diez millones de habitantes. Pero no ha sido una economía eficiente ni tampoco cool, como sí lo han sido Islandia y Dinamarca. Es más, Portugal se ha sentido muchas veces minúscula al lado de la España de los grandes grupos empresaria­les que han colonizado en parte su economía. Sólo hasta hace un año y medio, con la llegada de un gobierno de izquierdas que ha revertido con mayor velocidad de la prevista las políticas de austeridad de la Comisión Europea, la habilidad portuguesa se ha visto modestamen­te vindicada.

A pesar de todo eso, ha sido un portugués, José Manuel Durao Barroso, quien ha presidido la Comisión Europea durante diez años. Otro portugués, António Guterres, fue nombrado en el 2005 alto comisario de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) para escalar hace un año a la secretaría general de la ONU. Esta misma semana, Mário Centeno, un economista formado en el banco central portugués, acaba de ser nombrado presidente del Eurogrupo, el informal pero influyente consejo de ministros de Finanzas de la Unión Europea. ¿Cómo lo hacen?

Si se compara el cuadro de méritos portugués con el del poderoso vecino español (de mayor dimensión y vocación de presencia exterior) el misterio es digno de estudiarse. Los expertos apuntan a dos elementos básicos en la fórmula de éxito portuguesa. Una es la cohesión. En eso Portugal encaja con la teoría de que es mejor pequeño pero cohesionad­o que grande pero mal avenido. La otra, la discreción. Los portuguese­s son especialme­nte poco propensos al ruido. Y eso se percibe incluso para quien transita físicament­e de un país a otro.

Cohesión. Discreción. Y quizás también, algo de sentido de la oportunida­d. Portugal se hizo independie­nte como país y rompió con la monarquía española en 1640, aprovechan­do que esta estaba distraída con las revueltas de Holanda y de Catalunya.

Francament­e, visto así, qué envidia dan.

Cohesión, discreción y sentido de la oportunida­d, las claves del éxito de la fórmula portuguesa

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