La Vanguardia (1ª edición)

QUÉ FIESTA LA DE AQUEL AÑO

- TERESA AMIGUET

¡Ah, los felices años veinte! Europa se despertaba del sueño de la violencia con ganas de olvidar la pesadilla, como si aquello jamás hubiera ocurrido ni nunca más pudiese repetirse. 1925 fue el año en que más visible se hizo la gran fiesta en que se había convertido París, la capital oficiosa del continente. Un París lleno de norteameri­canos, que serían los artífices de su idealizaci­ón. Una de las principale­s, la bailarina negra Josephine Baker, que el 2 de octubre dio su primera función parisina en el Theatre des Champs Elysées. No era el suyo un espectácul­o cualquiera: en diversos momentos aparecía desnuda de cintura para arriba enseñando los pechos, mientras danzaba el charleston con un ritmo vertiginos­o. El momento cumbre era cuando lo hacía ataviada solamente con una falda de bananas que apenas cubría su delgada y bella anatomía. Se dice que el público cayó en el paroxismo, presa de la excitación, y la fama la llevó por todo el continente, incluso a la propia Alemania, triunfando en ciudades como Munich, la patria chica del nacionalso­cialismo.

Ernest Hemingway, otro norteameri­cano parisino de adopción, diría que Josephine era “la mujer más sensaciona­l que nadie hubiera visto nunca”, sin que ello molestase a su esposa Hadley. El escritor dedicó aquel año a su Fiesta, novela de oportuno título que transcurre a caballo entre París y España, con especial protagonis­mo de los Sanfermine­s, que había visitado junto con su mujer un par de años antes. Esta obra le consagrarí­a, aunque también acabaría con su matrimonio, al entrar como tercera en discordia la periodista Pauline Pfeiffer, decisiva en la determinac­ión de Hemingway de firmar contrato con la editorial Scribner, que publicaría la obra. Pfeiffer traspasó la raya de la amistad con la familia, y acabó por convertirs­e en su amante. Son cosas de la fiesta, ya se sabe.

Pero es que todo era arte y pasión en ese París volcado en la sensualida­d y la estética. En la Explanada de los Inválidos se abría la Exposición Internacio­nal de Artes Decorativa­s, que daría lugar al fastuoso movimiento del art déco, llamado a perdurar. En su atelier parisino un consagrado Pablo Picasso pintó ese año La danza, obra con la que deja atrás el cubismo y se sube al movimiento surrealist­a. El cuadro, con cuerpos femeninos descoyunta­dos, como riéndose de las representa­ciones tradiciona­les de las bailarinas, tenía una clave oculta. Representa­ba el drama amoroso de su amigo el pintor Casagemas, que se había suicidado años atrás al no ser correspond­ido por la modelo y musa Germaine Gargallo, que más adelante sería amante del propio Picasso y al final acabaría casada con Ramon Pichot, que murió precisamen­te el año en que el malagueño pintaba el cuadro. Y es que él sufría remordimie­ntos por el enredo y, además, en aquel momento ya vivía una relación muy deteriorad­a con su esposa, la bailarina rusa Olga Khokhlova. En definitiva, en el cuadro está inmortaliz­ada la otra cara de la fiesta, la resaca amorosa del exceso parisino.

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Picasso junto a la primera de sus esposas, Olga Khokhlova
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Baker, sensación afroameric­ana en París
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