El piano brujo
No era un hombre, era un brujo. Y siendo un brujo era también un piano. Y, desde luego, era solar, pese a ciertos ojos negros de mujer luna que le creó Mariaelena Roqué. Quiero hablar del fuego, de todos los fuegos de Carles Santos, que eran más ritual que espectáculo. Y quiero hablar de ellos porque nunca he olvidado una de sus ceremonias y también porque en los fuegos de Santos yo siempre quise ver mitos o leyendas griegas batidas por los vientos de Tracia. Y vino empapando la tierra alrededor de la pira funeraria en la que ardía el cuerpo del héroe. Quiero hablar del fuego porque acabo de ver el cadáver del artista iconoclasta que, entre otras cosas, supo contarnos el Mediterráneo, que además de filósofos nos ha dado el aceite, el vino y el langostino de Vinaròs. Y el porrón, ese porrón compartido en el piano que ya dominaba de niño. Santos entendió que debía hablar con su propio lenguaje, zarandeando el escenario y asustando, solo un poco, a unos burgueses que presumían de sensibilidades y talentos que no tenían. Burgueses de Barcelona, falsos adoradores de Tàpies, que ya no existen, porque ahora la especie dominante es la de los nuevos ricos zafios. Burgueses que pretendieron ser directores de cine o músicos vanguardistas. Y fue en aquella Barcelona burguesa con pretensiones intelectuales, cinematográficas y musicales donde aterrizó un día, procedente de Vinaròs, un langostino vital, irónico y vestido con camisa de cuadros llamado Carles Santos. Y todo lo puso patas arriba. Es decir, que el de Vinaròs tenía mucho talento. Quizá por eso nunca pudo estrenar una ópera en el Liceu.