¿Cómo saben las células del embrión cómo formar el cuerpo?
Un genetista respondería: “Por la información que las células contienen en su genoma”. Y un biólogo del desarrollo: “Por las interacciones que establecen las células entre sí durante el desarrollo embrionario”. Por supuesto, ambas respuestas son correctas, pero es juntas como adquieren un sentido pleno.
Nuestro genoma codifica la información que se necesita para generar todos los tipos de células de un ser humano. Pero también para que estas se agrupen formando un organismo. Y ¿cómo se codifica esta información genética? Un genoma está formado por miles de genes (o información para producir proteínas) y por millones de secuencias reguladoras, que determinan cuánto, cuándo y dónde se producen esas proteínas. En otras palabras, el entramado de secuencias reguladoras en nuestro genoma es como el plano de una obra (para construir un ser humano), mientras que las proteínas son los materiales de construcción. No obstante, este plano es a su vez interpretado por un selecto grupo de proteínas (los factores de transcripción). La clave, pues, radica en entender cuándo y dónde actúan estos factores.
Y aquí es donde entran en escena las interacciones entre las células que forman el embrión. Las interacciones pueden ser mediante contactos físicos o con señales moleculares que actúan a distancia. Estas señales a menudo se producen sólo en una parte del embrión, generando lo que se conoce como gradiente espacial de señalización. Imaginémonos en una habitación, con los ojos cerrados, y un radiador en una esquina; sabremos que cuanto más calor sintamos, más cerca estaremos de esa esquina. Del mismo modo, las células interpretan la información de los gradientes y de los contactos con sus vecinas, activando factores de transcripción concretos según el lugar del embrión en que se encuentren. Ello desencadena toda una serie de eventos que hace que unas células acaben formando un ojo o un corazón.