Cosas del lenguaje
Los debates de la campaña electoral, quizá por haber sido concebidos como combates de lucha libre, están arrojando más calor que luz. Una aproximación más oblicua puede facilitar la indispensable tarea de entendernos, a la vez que aligera un poco la atmósfera crecientemente wagneriana de los últimos meses. Vayamos, por ejemplo, al lenguaje: hay palabras y frases que delatan una actitud, que descubren el fondo de un pensamiento mejor que un pesado análisis o un largo discurso.
Un botón de muestra es la conclusión de un reciente seminario del Real Instituto Elcano dedicado a la relación CatalunyaEspaña (véase El Mundo, 25/X/2017): “La cuestión catalana no tiene solución, es un problema que hay que conllevar”. Observemos, aunque sea de paso, que si la cuestión catalana no tiene solución, es precisamente porque no es un problema, es decir, una cuestión que admita ser resuelta de una vez por todas, como un crucigrama o la construcción de un túnel: las relaciones entre Catalunya y el resto de España conforman un proceso de características cambiantes, con flujos y reflujos, en el que sólo los amantes de la línea recta, esa figura por completo ajena a la historia, pueden ver señales de un progreso o de un deterioro constantes. Detengámonos más bien en el verbo principal, conllevar. Según el Real Instituto, hay que conllevar; el resto de España ha de conllevar a Catalunya.
“Sufrir algo con conformidad o resignación”, eso significa conllevar. Un verbo que aplicaríamos al okupa del piso de arriba o a un pariente molesto que no pudiéramos sacudirnos, pero no, desde luego, a alguien con quien quisiéramos mantener lazos de afecto y amistad. Por desgracia, el verbo y la actitud que delata nos resultan familiares: esa queja de ninguneo o incluso desprecio hacia lo catalán por parte del resto de los españoles –y, en particular, de los que pueblan los aledaños del poder– nace quizá de una susceptibilidad exagerada, pero no deja de tener un fondo de realidad: tras la frase del Instituto Elcano asoma la oreja el mismísimo Ortega y Gasset, y por eso no es extraño que algunos crean aquí que en el resto de España han decidido, de forma unilateral, conllevar a Catalunya: una decisión que habrá que revisar si es que de verdad hemos de convivir.
Es posible que haya pasado una fase crítica del episodio más reciente de la cuestión catalana, pero el conflicto está lejos de hallarse resuelto. El Gobierno tiene ahora la obligación de fijar un marco para la negociación con lo que salga de las elecciones autonómicas. Ha de convencer de que es posible llegar a un buen acuerdo dentro de los límites de nuestro ordenamiento; ha de convencer, no sólo a los catalanes y al resto de los españoles, sino también a todos los gobiernos de la Unión Europea, de que está haciendo todo lo que en su mano está para restaurar la convivencia democrática en Catalunya. Convertir la grave situación actual en una oportunidad para mejorar requerirá humildad para reconocer las meteduras de pata anteriores, inteligencia para explorar los límites de lo posible y sobre todo mucha valentía para resistir las presiones de unos y de otros.
Por desgracia, hay razones para temer que entre los ingredientes que configuran la estrategia del Gobierno no abunden las tres virtudes citadas. Una palabreja del diccionario caracteriza con precisión el talante con que Madrid suele afrontar los problemas: la displicencia. El diccionario la define como “desagrado o indiferencia en el trato, desaliento en la ejecución de una acción, por dudar de su bondad o desconfiar de su éxito”. Al leer la definición uno recuerda cómo nuestro presidente califica de ocurrencia casi cualquier idea nueva; cómo se vuelve atrás del compromiso de abordar una reforma constitucional para la que los mejores especialistas del país han dado una guía precisa; cómo parece esperar que los tribunales se encarguen de meter en cintura a las ovejas descarriadas. Es quizá la peor disposición para abordar los problemas a los que nos enfrentamos. Y, si miramos los acontecimientos de los últimos meses, admitiremos que la táctica consistente en esperar a que el otro meta la pata para cargarse de razón, además de antipática, no está dando buenos resultados.
Que la displicencia del Gobierno de Madrid no nos haga olvidar el pasteleo del lenguaje a que el discurso de la independencia nos ha sometido durante algún tiempo; ha tenido efectos graves y duraderos, y a la erosión de la ley ha añadido la perversión de la palabra. No caigamos en la trampa de admitir que la actitud del Gobierno central no dejaba otra alternativa: dos males no harán nunca un bien. Todos los que dicen hablar en nombre de los catalanes, sea a favor, sea en contra de la independencia, deben recordar que algo más del 40% de los habitantes de Catalunya se sienten tan catalanes como españoles. Uno de ellos se atreve a rogarles que entre unos y otros no terminen por convertirnos en apátridas.
‘Conllevancia’ y ‘displicencia’ son términos usados en el Madrid político para abordar la cuestión catalana