Por persona interpuesta
Laura Sancho, de dieciocho años, votó ayer en nombre de Carles Puigdemont. Cuando fue anunciada, esta circunstancia excitó la ferocidad verbal de algunos analistas especializados en alterarse, que insistían en que si Sancho vota, vota ella y no Puigdemont. Es un debate estéril y poco realista porque, ayer y siempre, el voto por persona interpuesta siempre ha existido. Y no sólo en nombre de personas vivas, sino también de personas muertas. Es evidente que la visibilidad mediática del voto de Sancho tenía una clara voluntad de denuncia y superaba el ámbito de la privacidad para situarse en la dura y despiadada arena electoral. Pero estoy seguro de que si miramos atrás y hablamos con amigos, familiares y vecinos, encontraremos mucha casuística referida a votos regalados, cedidos, vendidos y alquilados a personas que, por diferentes circunstancias, no podían ejercerlo.
En el caso de Puigdemont, las causas tienen un origen político que ha derivado en consecuencias judiciales que tardaremos años en saber si son desmesuradas, inevitables o ilegales. Pero entre los llamados indecisos crónicos, que mantienen con las elecciones una relación de desigual indiferencia, es habitual que, para encontrar motivaciones externas, se busquen amigos incapacitados o se homenajee a un familiar especialmente politizado. Ejemplo: de joven pasé algunas elecciones atascado en la comodidad del radicalismo esnob y de una superioridad que despreciaba según qué convenciones. Sin embargo, cuando llegaba la hora de votar, recuerdo haber votado a mi padre no por su ideario sino para contribuir en qué siguiera cotizando a la seguridad social como diputado. Y que, cuando ya no ejerció como tal, voté a algunos de sus amigos con la intención de asegurar su pensión de jubilación. Después creí presuntuosamente en el valor del voto en blanco, tan menospreciado en nuestro país que ni siquiera aparece en los cómputos de resultados.
Pero sí: existe este tráfico legal de votos por persona interpuesta. Jóvenes que viven en el extranjero momentos de especial precariedad y que, por esperanza, indignación o patriotismo, ruegan a sus amigos (o hermanos) fumadores de porros que voten en su nombre y traicionen momentáneamente su indiferencia cósmica. O indecisos que, el día decisivo, y aunque no acaben de distinguir qué diferencia hay entre los unos o los otros, piensan en qué habrían votado a sus padres, sus abuelos o sus hermanos muertos. Y, aunque no guste y que, en efecto, se pueda instrumentalizar con finalidades de denuncia o propaganda, el voto de Laura Sancho acaba valiendo lo mismo que el de Carles Puigdemont. Pero, puestos a contarlo todo, confieso que ayer tuve un pensamiento malévolo: que, al último momento, Sancho entraba en la cabina de privacidad y en vez de coger la papeleta de Puigdemont, cogía otra.
Si miramos atrás, encontraremos mucha casuística de votos regalados, cedidos o vendidos