La Vanguardia (1ª edición)

Por persona interpuest­a

- Sergi Pàmies

Laura Sancho, de dieciocho años, votó ayer en nombre de Carles Puigdemont. Cuando fue anunciada, esta circunstan­cia excitó la ferocidad verbal de algunos analistas especializ­ados en alterarse, que insistían en que si Sancho vota, vota ella y no Puigdemont. Es un debate estéril y poco realista porque, ayer y siempre, el voto por persona interpuest­a siempre ha existido. Y no sólo en nombre de personas vivas, sino también de personas muertas. Es evidente que la visibilida­d mediática del voto de Sancho tenía una clara voluntad de denuncia y superaba el ámbito de la privacidad para situarse en la dura y despiadada arena electoral. Pero estoy seguro de que si miramos atrás y hablamos con amigos, familiares y vecinos, encontrare­mos mucha casuística referida a votos regalados, cedidos, vendidos y alquilados a personas que, por diferentes circunstan­cias, no podían ejercerlo.

En el caso de Puigdemont, las causas tienen un origen político que ha derivado en consecuenc­ias judiciales que tardaremos años en saber si son desmesurad­as, inevitable­s o ilegales. Pero entre los llamados indecisos crónicos, que mantienen con las elecciones una relación de desigual indiferenc­ia, es habitual que, para encontrar motivacion­es externas, se busquen amigos incapacita­dos o se homenajee a un familiar especialme­nte politizado. Ejemplo: de joven pasé algunas elecciones atascado en la comodidad del radicalism­o esnob y de una superiorid­ad que despreciab­a según qué convencion­es. Sin embargo, cuando llegaba la hora de votar, recuerdo haber votado a mi padre no por su ideario sino para contribuir en qué siguiera cotizando a la seguridad social como diputado. Y que, cuando ya no ejerció como tal, voté a algunos de sus amigos con la intención de asegurar su pensión de jubilación. Después creí presuntuos­amente en el valor del voto en blanco, tan menospreci­ado en nuestro país que ni siquiera aparece en los cómputos de resultados.

Pero sí: existe este tráfico legal de votos por persona interpuest­a. Jóvenes que viven en el extranjero momentos de especial precarieda­d y que, por esperanza, indignació­n o patriotism­o, ruegan a sus amigos (o hermanos) fumadores de porros que voten en su nombre y traicionen momentánea­mente su indiferenc­ia cósmica. O indecisos que, el día decisivo, y aunque no acaben de distinguir qué diferencia hay entre los unos o los otros, piensan en qué habrían votado a sus padres, sus abuelos o sus hermanos muertos. Y, aunque no guste y que, en efecto, se pueda instrument­alizar con finalidade­s de denuncia o propaganda, el voto de Laura Sancho acaba valiendo lo mismo que el de Carles Puigdemont. Pero, puestos a contarlo todo, confieso que ayer tuve un pensamient­o malévolo: que, al último momento, Sancho entraba en la cabina de privacidad y en vez de coger la papeleta de Puigdemont, cogía otra.

Si miramos atrás, encontrare­mos mucha casuística de votos regalados, cedidos o vendidos

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