Morbo en el grupo mixto
Esta próxima legislatura habrá grupo mixto en el Parlament. La CUP ha obtenido cuatro diputados, seis menos que en las últimas elecciones. Estos resultados dejan a la formación sin grupo parlamentario propio. También se queda sin grupo parlamentario propio el PP, que, de tener once diputados, pasa ahora a tener tres. Eso implica que ambos partidos –en las antípodas el uno del otro– tendrán que ponerse de acuerdo a la hora de decidir el número de diputados en las comisiones parlamentarias, los tiempos de intervención y, en las sesiones de control, el número de interpelaciones y de preguntas al Govern. Si no se ponen de acuerdo será la Mesa quien ejerza de árbitro y establezca una distribución proporcional entre ambos. Todo eso, claro, si no hay ningún partido que, en el momento en que los grupos parlamentarios se constituyan, les preste algún diputado. La CUP necesita uno y el PP, dos. ¿Quién los prestaría? ¿ERC a los anticapitalistas? ¿Ciudadanos al PP?
Los analistas hablan de matrimonio de conveniencia, de matrimonio forzado... Los grupos mixtos me hacen pensar siempre en la macedonia, ese postre que sirve para aprovechar, mezclándolas, frutas que ya están demasiado maduras para constituir por sí solas un plato. Me recuerdan también los cócteles de frutos secos que venden en los supermercados y donde, en botes o en bolsas de plástico, conviven cacahuetes, anacardos, almendras, avellanas, nueces e incluso pasas, con un resultado tremebundo: ningún fruto tiene el sabor que le corresponde porque los de unos se han mezclado con los de otros. Convivir es difícil. Quien haya vivido en un piso de estudiantes sabe suficientemente bien lo difíciles que pueden llegar a ser las relaciones con los otros inquilinos, y cómo a menudo se llega al punto de marcar horarios para que cuando uno utilice la cocina el otro no ponga los pies; además de tener que dividir la nevera por repisas: en esta está tu comida (y pobre de mí que tome un trozo) y en esta otra está la mía (y si me coges un melocotón te corto la mano).
A mediados de los años setenta, Manuel Puig –un magnífico escritor que ahora muchos lectores desconocen (ellos se lo pierden)– publicó El beso de la mujer araña, una novela que tiene como protagonistas a dos presos, uno por subversivo y otro por motivos sexuales. El preso por actividades políticas es Arregui, un hombre que sitúa la revolución por encima de todo y que cree que el pueblo unido cambiará el mundo. El otro preso es Molina, un homosexual que está en la cárcel acusado de haber corrompido a un menor. La convivencia entre ambos, sus conversaciones y sus contradicciones, son el hilo de la obra, que llega a su momento culminante con un polvo entre ambos. Arregui ha caído en la red sentimental de Molina y este ha aceptado el combate que preconiza el otro. Al final –permítanme el spoiler– mueren los dos. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Si nadie les presta diputados, la CUP y el PP compartirán grupo parlamentario