Homar de Bergerac
Seguro que han visto el cartel. Un hombre blanco vestido de blanco, de cara pálida y nariz estratosférica. En la calle, su rostro convive estas semanas con las caras coloreadas de los candidatos a las elecciones, presentes y ausentes. Los unos, debidamente retocados por photoshop; el otro, debidamente deformado por un fastuoso apéndice que casi le transforma en un anuncio del “home dels nassos”. Lluís Homar ha estrenado Cyrano (de Bergerac) en el teatro Borràs, en montaje coproducido por Temporada Alta igual que antes lo hicieron con Terra baixa. Dirigido, también por Pau Miró, y con una traducción impecable de Albert Arribas que fluye en la contenida expresividad de un pícaro Homar. El montaje empieza, detonante, con un Joan Anguera enorme declamando versos con una cantinela ampulosa. El narigudo Homar irrumpe e interrumpe, dejando en suspenso la prosodia sandunguera de Anguera y sus versos flotantes, para enfrentarse a un espadachín que sube de platea, arrogante, y que, plantando cara al poeta narigudo, le recoge el guante. El combate es una delicia de ingenio verbal y la construcción de un antihéroe de verbo fácil y rostro difícil, un vero prodigio. El amanuense feo, capaz de enamorar epistolarmente por cara interpuesta. Si tuviera que escoger una sola palabra para definir el Cyrano de Homar diría “contenido”. Como adjetivo porque la eficaz comicidad de las situaciones nace de este combate a la ampulosidad prosódica, y como sustantivo porque la interpretación y el montaje, sobre un texto bellamente traducido, profundiza de un modo magistral en la fragilidad humana que dibuja el clásico de Edmond Rostand.
El miércoles, jornada de reflexión, el estreno de Cyrano resultó doblemente impresionante. La función, espléndida, tuvo una posdata imprevista, un tercer tiempo, com en los partidos de rugby. Tras los diversos saludos, con el público aún en pie y la digna prótesis nasal en la mano, Cyrano hizo una confesión parecida a la que hubiera querido hacer el joven ágrafo Christian antes de morir. Provocó un silencio expectante en la sala y traspasó sus palabras a Lluís Homar, quien, poniéndose unas gafas para leer un texto que él mismo había escrito, explicó por qué la función está dedicada a Isaac y Unax, sus hijos. Los agradecimientos al equipo médico de la Vall d’Hebron que han tratado con éxito a Isaac durante los últimos meses pusieron en antecedentes al público no informado, pero la intensidad emocional aumentó cuando el hombre llamado Lluís que acababa de encarnar al hombre llamado Cyrano que traducía en palabras el amor de un bello joven ágrafo llamado Christian pidió de subir al escenario a sus hijos, si así lo querían. Ver a Isaac y Unax abrazados a su padre en el centro del mundo, en el espacio que la ficción acababa de sacralizar, rodeados por los otros cuatro actores de la función y ovacionados por todo el teatro puesto en pie fue un momento Himalaya. Isaac y Unax no olvidarán el momento. Los espectadores, tampoco.
El narigudo Homar irrumpe e interrumpe, suspendiendo la prosodia sandunguera de Anguera y sus versos flotantes