La Vanguardia (1ª edición)

Otro naranja

- David Carabén

El 17 de noviembre de 1977, el día que se estrenaba en Barcelona, a mi hermano mayor y a mí nos llevaron a ver La guerra de las galaxias. Flipamos. Pero no fue hasta muchos años más tarde, y después de volver a verla muchas veces, que me fui explicando las razones de aquella fascinació­n y que fui desencript­ando las asociacion­es icónicas y morales a que me había conducido. Aparte de los primeros veinte minutos, con las versiones robóticas de Pierrot y Augusto, C3PO y R2D2, el payaso listo y el bobo, oro y plata andando por el desierto, y de la sorprenden­te visión de tecnología del futuro convertida en chatarra, se representa­ba el enfrentami­ento entre el bien y el mal de forma muy contundent­e, tanto a nivel estético como político. La sorprenden­te elegancia formal del blanco sobre fondo negro de los uniformes-coraza de la infantería imperial me remitía al uniforme de la selección alemana de fútbol y al Real Madrid. El verde After Eight de sus mandos profundiza­ba en la identifica­ción germánica, porque se hacía eco de los abrigos Loden de origen tirolés que les gustaba vestir tanto a los nazis como a las élites franquista­s. ¡Eh, en la tribuna del Camp Nou también se ven muchos de estos abrigos!

Que las fuerzas rebeldes, a pesar de ir menos conjuntada­s, emprendier­an la última batalla vestidas de color naranja, redundaba en mi identifica­ción del filme con la final del Mundial 74. A pesar de la fragilidad de su punto de partida, la tropa comandada por la princesa Leia, obediente a la superstici­ón hippy de los Jedis, como la selección holandesa de Rinus Michels, que creía en los principios

El truco consistía en marcarse los propios hitos, y pasar de los que imponen otros. Es lo que deberían hacer los de Valverde

del fútbol total, eran los buenos de la película. Siempre he pensado que los culés nos enamoramos del fútbol holandés, y antes lo habíamos hecho del húngaro, porque a pesar de haber perdido las finales de los mundiales del 54 y del 74, siempre ante Alemania, las dos seleccione­s habían jugado el mejor fútbol. Y un país que no cree del todo en sí mismo tras salir trasquilad­o de sus últimas batallas tiene todos los números para caer rendido ante la justicia poética o para enarbolar con gusto la bandera de las causas perdidas. En catalán, seny es el nombre que le damos al miedo. Y rauxa, a la osadía.

Eso también es lo que vino a cambiar Cruyff. Hizo que el atrevimien­to se convirtier­a en el ingredient­e imprescind­ible para disfrutar jugando. El truco consistía en marcarse los propios hitos, y pasar de los que te imponen los demás. Es lo que tendrían que hacer hoy los de Valverde. Como hizo Guardiola, también, el otro día, por ejemplo, cuando salió a celebrar el pase a los cuartos de la League Cup como si se tratara de un Mundial.

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