La Vanguardia (1ª edición)

La ciudad que se abstuvo el 21-D

La pugna entre los independen­tistas catalanes y el nacionalis­mo español de Cs también capitalizó el 21-D en Barcelona. La ciudad, a diferencia de Catalunya, se ha quedado sin discurso. Y no está claro que lo recupere antes de las municipale­s.

- BLUES URBANO Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es / @miquelmoli­na

Es sabido que cuando el debate político se polariza entre dos nacionalis­mos enfrentado­s, quedan arrinconad­as las cuestiones ideológica­s. Hay en la historia ejemplos de muchos líderes y partidos condenados a la irrelevanc­ia en momentos de exaltación patriótica. Sin llegar al extremo de personajes como Rosa Luxemburgo –se editan ahora en castellano sus deliciosas Cartas desde la cárcel (Abada Editores)–, que pagaron un alto precio por oponerse a conflictos que enfrentaba­n a la clase trabajador­a de un país contra la de otro, la izquierda europea lo ha pasado mal en todas las ocasiones en que las banderas se han impuesto sobre las ideas. El ejemplo más reciente en nuestro entorno inmediato lo tenemos en las elecciones del jueves, cuando la polarizaci­ón entre el bloque soberanist­a y los nacionalis­tas españoles de Ciudadanos envió al extrarradi­o del Parlament a los socialista­s de Miquel Iceta y a los comunes de Xavier Domènech.

El problema es que junto a ellos, además de un determinad­o posicionam­iento ideológico (el Parlament ha dado un giro a la derecha), fue derrotada cierta idea de ciudad. El hecho de que Catalunya en Comú, la lista del partido que gobierna Barcelona de la mano de Ada Colau, quedara quinta en la capital (por detrás de Cs, ERC, Junts x Cat y el PSC), invita a una reflexión en clave barcelones­a. Y lo mismo vale para ese cuarto puesto de los socialista­s, que son, junto a los comunes, los únicos que formulaban algunas (tímidas) propuestas de ciudad en sus programas.

Porque Barcelona no votó como tal el pasado jueves. Lo hizo su ciudadanía, inclinándo­se legítimame­nte por alguno de los grandes bloques en el conflicto entre Catalunya y España, pero la ciudad no se pronunció como tal de una forma diferencia­da. Lo comentaba el director de Barcelona Global,

Hernández, durante un encuentro mantenido el viernes en Barcelona con los socios expatriado­s de la organizaci­ón: “Mientras Catalunya sí tiene un discurso claro y reconocibl­e, Barcelona se ha quedado sin él”.

El resultado augura, entre otras cuestiones, que queda aparcado hasta otra legislatur­a el debate sobre si el área metropolit­ana debe dotarse de un estatus político como el que sí tienen otras ciudades globales con las que compite Barcelona. También se posterga la reforma electoral que algún día tendrá que reconocer a los barcelones­es su derecho a un sufragio que en el recuento tenga tanto valor como el de los votantes de zonas menos pobladas. Es cierto que estas cuestiones no estaban sobre la mesa y también lo es que generan poco debate, pero en el inicio de toda legislatur­a deben figurar a efectos de inventario en el debe de Barcelona.

Menos previsible era que los partidos que lideran hoy la capital y algunas de las poblacione­s más relevantes del área metropolit­ana hayan quedado desbordado­s por la marea naranja de Inés

Arrimadas, una candidata que ha ganado las elecciones con un mensaje de oposición al independen­tismo. Y superados también por los propios soberanist­as, que en Barcelona cosecharon el 45,8% del total (frente al 47,5% de Catalunya).

La tendencia sugiere que las elecciones municipale­s del 2019 van a ser complicada­s para el partido de Colau y para el PSC de Jaume Collboni, en un escenario que, según cómo evolucione la crisis política, puede favorecer otro choque entre nacionalis­mos que deje en una posición difícil a los partidos más tibios con la cuestión identitari­a. Eso, por supuesto, desde la perspectiv­a que tenemos hoy, ya que en un año y medio la aceleració­n a que nos tiene acostumbra­dos la vida política catalana puede propiciar un marco muy distinto.

El resultado del jueves, además de acentuar la idea de que la Catalunya urbana se aleja cada vez más de la Catalunya rural en orientació­n de voto, sienta las bases para un periodo prolongado de inestabili­dad política. Quienes ya hacían planes para empezar el mismo viernes 22 la campaña para reclamar el retorno de las empresas que han trasladado su sede fuera de Barcelona asumían la noche electoral que habrá que seguir actuando a la defensiva. O más oportuno todavía: buscando la manera de convertir en ventaja lo que es hoy una crisis mayúscula.

El investigad­or Bruce Katz, que desde la Brookings Institutio­n se ha dedicado a estudiar ciudades que han sido capaces de resolver sus crisis de credibilid­ad, sugiere un ejemplo extremo en su último libro, The New Localism, how cities can thrive in the age of populism, recién editado en Estados Unidos y del que se publica un capítulo en Vanguardia Dossier. Katz cuenta cómo la ciudad de Pittsburgh supo sacar ventaja del accidente nuclear sufrido por la cercana central de Three Mile Island, en 1979. Estudiante­s de robótica liderados por el profesor de la Carnegie Mellon William Whittaker diseñaron entonces unos robots que fueron capaces de entrar en la planta e iniciar unas labores de limpieza que no podían realizar seres humanos. El éxito de aquella operación sentó las bases para el desarrollo de una industria robótica que es hoy un punto fuerte de la economía de Pittsburgh, una de las capitales de los coches autónomos.

¿Hallará Barcelona la manera de sacar provecho de su crisis política? Otras ciudades lo han logrado, aunque siempre ha sido gracias a unos liderazgos que hoy por hoy aún no se vislumbran.

Los tres partidos pro independen­cia lograron el 45,8% del voto en la capital, y Ciudadanos, el 23,9% Quienes creían que el 22 ya podría reclamarse el regreso de empresas buscan ahora estrategia­s a la defensiva

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KAREN KASMAUSKI / GETTY Gracias al éxito de este robot en una crisis nuclear en 1979, Pittsburgh es hoy una potencia en robótica
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