La Vanguardia (1ª edición)

Mirando más lejos

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En un artículo reciente (“Mirar más lejos”, Opinión, 7/I/2018), Daniel Innerarity sugería la convenienc­ia de alzar la vista más allá del episodio actual del conflicto de Catalunya. Tiene razón, porque esta fase aguda la resolverán los jueces. En los tribunales descansa ahora, por una negligenci­a rayana en la mala voluntad de una parte y por la irresponsa­bilidad de la otra, la superviven­cia de nuestro Estado de derecho. No será la mejor solución posible, hubiéramos preferido que las cosas no llegaran a este punto, pero no hemos hecho lo necesario para evitarlo. Así que, mientras los procesos judiciales siguen su curso, empecemos a pensar en lo que seguirá a ese estropicio: como ha sugerido Innerarity, tratemos de mirar más lejos.

Pero ¿hacia dónde? Somos incapaces de apartar la vista del cuadriláte­ro en que el yudoca se está enfrentand­o al boxeador. Y, sin embargo, no es ahí donde se encuentra la solución. Como sucede con otros grandes problemas de la vida real, ese conflicto no se resolverá en el plano en el que se ha planteado, el de la lucha por el poder. Es por eso que terceras vías y equidistan­cias suenan a falso, y es por eso que los frutos de posibles diálogos y negociacio­nes, aunque serán bienvenido­s, no pueden dar más que un alivio transitori­o: no llega más allá esa pelea con la que sus participan­tes han deshonrado el nombre de política. Porque la verdadera política sirve para ayudar a resolver los grandes problemas que se plantean a escala de una comunidad, y nuestros políticos les están dando la espalda. Hacia esos problemas hay que volver la vista si queremos mirar más lejos.

La sociedad española –y dentro de ella y en idéntica medida la catalana– tiene un problema económico, social y humano frente al que no es exagerado afirmar que los demás carecen de importanci­a: el enorme desperdici­o de nuestra riqueza humana. No se trata sólo de una tasa de paro que es y seguirá siendo altísima, sino también del peso excesivo del trabajo precario y de los bajos salarios y también de aquellos que, privados de empleo, se han visto excluidos de la sociedad normal. Un problema económico, desde luego, pero también social, pues divide la sociedad en desfavorec­idos y privilegia­dos; y sobre todo un problema humano. Ya que hablamos de pobreza, recordemos una de las pocas voces que hoy son escuchadas en todo el mundo, la del papa Francisco: “La peor forma de pobreza es verse excluido de la dignidad humana de ganarse el pan”.

Un problema que el transcurso del tiempo no arreglará, antes bien al contrario: las fuerzas que hoy dominan la marcha de la economía –unas fuerzas frente a las que poco puede hacer un país como España– beneficiar­án a muchos países, pero no necesariam­ente al nuestro. Nuestra prosperida­d no está asegurada, porque por una parte la globalizac­ión nos enfrenta a la competenci­a de los salarios más bajos, y, por otra, sabemos que los frutos de la revolución digital beneficiar­án a pocos y pueden perjudicar a muchos, tanto en empleo como sobre todo en salarios, y no es seguro que vayamos a estar entre los primeros.

La prosperida­d no está asegurada, pero no es inevitable la desgracia. Nuestro futuro, y el de los que vendrán después, depende de que sepamos aprovechar nuestro enorme potencial humano. Ya que reclamamos un proyecto de país, poner en marcha ese potencial para que todos contribuya­n a crear una sociedad más próspera y más justa, para que bonanzas y desgracias sean algo más compartida­s, ¿no es un buen proyecto de país? Lo es, y es a la vez tan difícil llevarlo a cabo, que no queda margen para perder tiempo en peleas estúpidas como las que llevan ocupándono­s desde hace años.

La buena voluntad de mucha gente, dentro y fuera de las administra­ciones, trata de poner remedio a las carencias más visibles, pero con eso no basta. Hay que ir más allá de los paliativos; eso requiere tener una visión del conjunto, y esa es precisamen­te la tarea del político. No digamos, pues, que sobran los políticos: digamos más bien que nos faltan. Los buenos, claro está: los que saben por instinto qué es lo posible y lo importante en cada momento, por dónde hay que empezar, qué resistenci­as hay que vencer. Ellos tienen en la cabeza la idea del edificio completo, y encomienda­n a los técnicos –ese, y no otro, es su lugar– el diseño y la colocación de los ladrillos. Ellos, sobre todo, son capaces de dar los rodeos que la realidad impone a sus planes sin perder nunca de vista su objetivo: un país mejor.

¿Se trata de superhombr­es? ¿Habrá que traerlos de fuera, como la merienda en un fonducho? No debería ser así, porque desde los inicios de ese denostado régimen del 78 hemos tenido algunos, en Barcelona y en Madrid. Puede uno no haber compartido sus objetivos –para expresar las preferenci­as de cada cual están las urnas– sin por ello negar la inteligenc­ia y el tesón que pusieron en perseguirl­os. ¿Por qué tardan tanto en aparecer sus sucesores?

No digamos que sobran los políticos: digamos más bien que nos faltan; los buenos, claro está

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PERICO PASTOR A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

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