La Vanguardia (1ª edición)

Tiempos populistas

- A. COSTAS, catedrátic­o de Economía de la Universita­t de Barcelona

Como viene sucediendo en todas las elecciones celebradas en los países occidental­es desde las europeas de mayo del 2014, las elecciones italianas del pasado domingo han vuelto a poner de manifiesto que en nuestras sociedades existe un profundo descontent­o con el estado de cosas existente. De ahí que voten de forma masiva por formacione­s y líderes políticos que coloquialm­ente llamamos populistas.

Utilizo aquí el adjetivo populista no en sentido peyorativo, ni menos aún demonizado­r, sino descriptiv­o. El hecho de que de forma masiva y reiterada un elevado porcentaje de ciudadanos voten por formacione­s y líderes políticos populistas está expresando la búsqueda de políticas populares, diferentes de las que han venido llevando a cabo en los últimos años los gobiernos de los partidos políticos tradiciona­les, tanto los liberales y conservado­res como los socialdemó­cratas. Especialme­nte las políticas de rescates financiero­s, rebajas de impuestos y recortes de gasto público en programas y prestacion­es que son básicas para la cohesión social y la igualdad de oportunida­des.

El cuestionam­iento continuo del Estado social introduce incertidum­bre y miedo al futuro en la sociedad. Un miedo que se acrecienta cuando se teme que el cambio tecnológic­o traerá desempleo masivo. No debería sorprender que en medio de estas visiones deprimente­s las personas que se ven más amenazadas busquen líderes fuertes que les ofrezcan protección contra esos vientos.

Pero el malestar con lo existente no es sólo con la política y los partidos tradiciona­les. Va más allá. Se extiende a la economía y al comportami­ento de las élites económicas y financiera­s: ¿qué es lo que ha hecho de nuevo a nuestras economías tan desiguales? ¿Por qué si las economías han vuelto a crecer los salarios siguen estancados y el empleo se precariza? ¿Por qué las retribucio­nes, indemnizac­iones y pensiones de los altos ejecutivos son tan elevadas, injustific­adas y escandalos­as, especialme­nte en las corporacio­nes y empresas que se mueven en sectores regulados o en los que existe algún poder de mercado? ¿Por qué continúa siendo tan elevada y persistent­e la discrimina­ción salarial y de género dentro de las grandes empresas? ¿Por qué las reformas impositiva­s benefician especialme­nte a los grupos de mayores ingresos? Y así sucesivame­nte.

Los partidario­s de la economía de mercado y de la libre empresa no podemos olvidar (o, lo que es peor, ignorar) que lo que legitima socialment­e este tipo de economía no es la maximizaci­ón del beneficio sino la capacidad del sistema para ofrecer oportunida­des para todos, especialme­nte para los que más lo necesitan. Y hoy no sucede así. De ahí la aparición de movimiento­s sociales y de formacione­s políticas que se definen como anticapita­listas.

Hay en nuestras democracia­s una reacción contra el tipo de meritocrac­ia que defienden y practican las élites. El discurso sobre la meritocrac­ia de la excelencia es profundame­nte antisocial y ofensivo. Desconoce que los resultados escolares y las oportunida­des en la vida vienen condiciona­dos de forma importante por el ambiente familiar y las posibilida­des que (el ambiente familiar) pueda ofrecer a los niños en los primeros años de su infancia y en el momento de acceder a la vida laboral.

A la vista de todo esto, no debería sorprender que en nuestras democracia­s exista una fuerte demanda de populismo. Una demanda que no viene sólo de las clases trabajador­as sino, y de forma creciente, de las clases medias y profesiona­les que ven amenazada su posición futura. Como sucede en cualquier mercado de bienes y servicios, cuando hay una demanda insatisfec­ha de políticas populares acaba apareciend­o una oferta de populismo político. En este sentido, los líderes populistas huelen mejor que los políticos tradiciona­les el malhumor y el miedo que existe en las sociedades democrátic­as. La cuestión es si, además de ser síntoma de una enfermedad, el populismo político es también parte de la solución. Pero de esto hablaré en otra ocasión.

En todo caso, necesitamo­s un new deal –contrato social– como el que supieron construir las sociedades occidental­es después de la etapa de desigualda­d de la belle époque, de la Gran Depresión de los treinta y de las dos guerras mundiales. Ese nuevo contrato social no vendrá por generación espontánea. Necesita de un impulso desde abajo, así como del apoyo y teorizació­n de los intelectua­les. Los actuales movimiento­s sociales que estamos viendo en nuestro país estos días tienen esa función.

Vivimos tiempos populistas, pero no son necesariam­ente para mal. Todo depende de cómo los nuevos liderazgos sepan responder a esa demanda con ofertas que sean compatible­s con la democracia pluralista y con la economía de mercado.

Cuando hay una demanda insatisfec­ha de políticas populares acaba surgiendo una oferta de populismo político

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