La Vanguardia (1ª edición)

Habitación propia

- Imma Monsó

Les confesaré algo que jamás un hombre podría contar en este espacio sin ser calificado de machista recalcitra­nte o, cuando menos, de micromachi­sta. Pasé mi infancia y primera juventud sin colaborar nunca en las tareas del hogar. Al igual que les ocurre a muchos hombres, no las veía como algo despreciab­le. Tampoco es que las viera como algo sin valor: literalmen­te, no las veía. Mi madre se levantaba a las cinco de la mañana a ordenar, guisar, lavar la ropa. Amortiguad­o por las puertas cerradas, el sonido del extractor de humos o del grifo del lavadero arrullaba mi dulce despertar. A veces me preguntaba qué sería ese ruido, pero nunca me levanté a ver. Prefería imaginar que un arroyo cristalino discurría por una verde pradera mientras yo, sobre la hierba mullida, escuchaba la fresca sonoridad del agua y el susurro de las hojas del extractor. Por otra parte, ¿cómo podría haber sospechado que en una casa con sólo dos personas hubiera tanto que cocinar y tanta ropa que lavar?

Alrededor de las siete me levantaba y, en los segundos que duraba mi bostezo frente a la ventana, ocurría un fenómeno casi paranormal: al volver la cabeza, la cama estaba hecha. Mi madre era rápida, eficaz y muy competitiv­a (“Cuando tú vas, yo vuelvo”). De modo que hasta los dieciocho años yo no había visto nunca una cama deshecha salvo en las películas. Tampoco la veía hacer la comida ni ninguna de esas tareas que ejecutaba en secreto a horas intempesti­vas, pues a las ocho se iba al trabajo y no volvía hasta la noche. Jamás pidió mi colaboraci­ón, y creo que nunca la quiso. “Tú a estudiar”, me dijo un par de veces que le ofrecí mi ayuda. Inconscien­temente, me daba cuenta de que su no parar era su forma de vida saludable, su mecanismo para transforma­r la tristeza en energía. Así pues, nunca me sentí culpable de mi falta de colaboraci­ón: habría sido una torpeza por mi parte interferir en sus recursos para ser feliz.

A los dieciocho años me fui a vivir sola y me di cuenta de que incluso una pequeña habitación de estudiante puede llenarse rápidament­e de libros y de ropa en desorden y convertirs­e en un monstruo que cobra vida propia y se abalanza sobre ti al menor descuido, no digamos si el descuido es mayor. Mi predisposi­ción a las tareas del hogar no aumentó, pero por primera vez me vi obligada a actuar. Actuar o hundirme en la miseria. Decidí actuar: me esforcé por adaptarme al caos con el fin de poder seguir con mis ensoñacion­es y mis lecturas sin ningún tipo de interrupci­ón. Justo ese año, el año en que mi habitación me atacó, andaba leyendo con gusto a Proust (varón que escribió toda su larga obra porque jamás tuvo que enfrentars­e a una tarea doméstica). Por obligación académica leía a Adam Smith, gracias al cual descubrí que a lo que hacía mi madre de madrugada se le llamaba “trabajo improducti­vo”, mientras que el trabajo remunerado era el “trabajo productivo”. Resultó que también Adam Smith tuvo una madre que hizo toda la vida un montón de trabajo improducti­vo para que él pudiera dedicarse al trabajo productivo y pasar a la historia como “el padre de la economía moderna”.

En fin, mi vida prosiguió, y como no era ni Proust ni Adam Smith, aprendí a cocinar, a coser y a planchar y a dedicar mis dosis de tiempo a cuidar enfermos, niños y ancianos. Pero ese año empecé a tener claro que la mayoría de las mujeres del mundo asumen una carga desproporc­ionada de trabajo no remunerado y que si yo podía permitirme otra cosa era precisamen­te porque alguien había realizado durante muchos años una gran cantidad de ese trabajo no remunerado. Y también, todo hay que decirlo, porque ese alguien me había inculcado el firme propósito de no tolerar nunca la menor injerencia machista.

Tuve claro que no todas las mujeres que se autoexplot­an con las tareas del hogar lo hacen con gusto, por no hablar de las que son explotadas sin derecho a réplica. Y eso ocurrió el año en que tuve, por fin, una endemoniad­a habitación propia. Me quedó clarísimo para siempre que el trabajo improducti­vo de la madre del padre de la economía moderna tenía tanto valor, si no más, que el de su hijo Adam. Así lo sigo pensando. No hay nada como el método empírico para entender el funcionami­ento de las cosas sencillas.

Por eso me pareció una idea genial la llamada a la huelga de hoy, dirigida a asistentas, cuidadoras y amas de casa. Por un momento, tuve una visión: al día siguiente, mañana, todos los periódicos se ocuparían de las decenas de tragedias ocurridas durante la huelga de hoy. Maridos con hipoglucem­ia por no haber comido a tiempo, mujeres golpeadas por no contentar al maltratado­r de turno, ancianos abandonado­s en su silla de ruedas, niños perdidos a la salida del cole, bebés defenestra­dos... ¡Dios mío, nadie desea eso! Pero si la convocator­ia (por cierto, bastante confusa) hubiera sido más precisa, y si además todas esas mujeres la hubieran seguido, esto es exactament­e lo que habría pasado: una revolución en toda regla. Trágica, cruenta, como tantas otras revolucion­es. Pero eso sí: la considerac­ión del trabajo doméstico nunca habría vuelto a ser la misma.

Les confesaré algo que un hombre no podría explicar aquí sin ser calificado de machista recalcitra­nte

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