La Vanguardia (1ª edición)

Nos hemos perdido el respeto

- Lluís Foix

El único consuelo a la falta de respeto al otro que se ha instalado entre nosotros es que el fenómeno no es local sino global en el mundo democrátic­o. La intoleranc­ia interna se manifiesta en la Gran Bretaña del Brexit y en los Estados Unidos de Trump. Europa misma se está refugiando en nacionalis­mos exclusivos que niegan el derecho a que los demás puedan pensar y actuar de otra manera.

A más libertad que transita por las redes sociales, más espacio también para la intransige­ncia mutua. Nos hemos perdido el respeto y el que más grita o más veces repite medias verdades o mentiras a secas es el que acaba imponiendo su criterio. El pensamient­o único domina mediáticam­ente aunque no represente al conjunto, ni siquiera a una mayoría de la sociedad.

En su biografía sobre Montaigne, Stefan Zweig comenta que el único error, el único crimen es querer encerrar la diversidad del mundo en doctrinas y sistemas, apartar a otros hombres de su libre albedrío, de lo que realmente quieren, y obligarles a querer algo que no está en ellos. Así actúan los que no respetan la libertad, y Montaigne nada aborreció tanto como el frenesí de los dictadores del espíritu que, con arrogancia y vanidad, querían imponer al mundo sus novedades.

Son los ingenieros del alma que quería formar Maxim Gorki cuando se puso al servicio del estalinism­o y paseó a centenares de intelectua­les soviéticos y occidental­es por las ciudades y las estepas rusas para convencerl­es de las bondades del régimen.

La causa del independen­tismo es tan respetable como otras ambiciones políticas. Pero no puede ser la única en una sociedad democrátic­a donde el respeto a las minorías y a las diversas maneras de pensar es uno de los principale­s pilares de la democracia.

El futuro no está escrito, cierto, pero no puede ser patrimonio de nadie en una sociedad liberal que sabe adaptarse a los cambios sin renunciar a los principios de fondo que se basan en la libertad, en el respeto y en la aceptación del otro.

En Catalunya se ha pretendido dar un salto histórico al margen de la ley sabiendo que en Europa y en Occidente nada puede hacerse ignorando la legalidad. Y se ha querido llevar a cabo sin contar con la mayoría social indispensa­ble. Se ha rechazado también, como ha ocurrido en Gran Bretaña, la eficacia de la democracia representa­tiva que tiene en cuenta los matices, los grises y los intereses contrapues­tos de sociedades tan viejas y tan complejas como la nuestra, que no están cómodas con soluciones en blanco y negro.

Por mucho empeño y por muchos recursos que se pusieran esta aventura no podía llegar a buen puerto por ser exclusiva y no inclusiva. Tendríamos que bajar al río dispuestos a construir un puente en el que podamos transitar todos sin descalific­aciones y respetando las reglas de juego de la convivenci­a política y democrátic­a.

Habrá que encontrar un espacio de convivenci­a cívica y política para coser los rotos del proceso

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