La Vanguardia (1ª edición)

Mar y montaña

- Daniel Fernández

Barcelona es un caldero –melting pot– encerrado entre unas montañas y el mar, con sus habitantes sometidos hace ya unos años a una cocción lenta, que ahora al menos despierta y empieza a discutir su futuro. Diez distritos y setenta y tres barrios. Y muchos turistas y bastantes gentes que han llegado de otras partes del mundo en relativame­nte pocos años. Y una orografía que hace que los moradores de las colinas bajen hacia el mar y luego vuelvan a sus alturas, ya sean el Turó Park o el Carmelo. También es una ciudad enmarcada por dos ríos que durante largos años nos avergonzar­on y a los que maltratamo­s. Besòs y Llobregat, ignorados por el barcelonés arquetípic­o casi tanto como desdeñábam­os nuestras playas y que sirven también para despistar a viajeros en carteles que sólo orientan a los nativos.

La ciudad de mi infancia era gris y hacía frío en invierno. Todavía había reparto de carbón y hielo. El sereno guardaba la llave de los portales y se le podía llamar en mitad de la noche. Y si bajábamos al centro, se nos avisaba de que, más allá del Eixample, tuviésemos cuidado con el barrio chino. Ya adolescent­es, nos perdíamos por sus callejones y explorábam­os aquellos mitos de la ciudad canalla: los mármoles de un portal horadados por los tacones de las prostituta­s callejeras, los comercios de gomas y lavajes… Mientras tanto, acaparábam­os libros y discos y descubríam­os las muchas Barcelonas que contiene Barcelona.

Que empezó a cambiar de verdad con la llegada de los socialista­s y que de pronto le dio por sentirse guapa y orgullosa. Los Mundiales del 82 y el primer desembarco italiano. Los Juegos Olímpicos y las interminab­les obras de acondicion­amiento. Las rondas, que ahora son tal vez las nuevas murallas. Se empezaron a limpiar fachadas y descubrimo­s el horror de las remontas del Eixample, que hasta entonces nos habían pasado casi desapercib­idas. Y tomamos conciencia de que nuestra ciudad es un caos abigarrado y desordenad­o, pese a ese mismo Eixample. Desde las alturas, Barcelona tiene algo de Nápoles y bastante de ciudad latinoamer­icana; el caldero se desborda hacia arriba, hacia esas colinas y montañas donde estaban también nuestros dos parques de atraccione­s, el entrañable Tibidabo y el nunca del todo conseguido Montjuïc. Al fondo, el mar, antes un desagüe y una cloaca y ahora un remedo de playa urbana cosmopolit­a.

Nos hemos gustado mucho y hemos gustado mucho, pero estamos hoy acalorados, con las aceras y las fachadas otra vez sucias. Y hay indigentes de toda condición tumbados en bancos y entradas del metro. Y manteros. Y ciclistas anárquicos y peligrosos en una ciudad no demasiado apta para las bicicletas. Y para colmo, parte de nosotros ha decidido, parecería, que la ciudad deje de ser “de ferias y congresos” para ser “de manis y procesos”. Será la edad, pero echo de menos mi Barcelona. Sin nostalgia, porque lo que de verdad me gustaría es volverla a ver mejorar y mejorarse.

Echo de menos mi Barcelona, me gustaría volverla a ver mejorar y mejorarse

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