Mar y montaña
Barcelona es un caldero –melting pot– encerrado entre unas montañas y el mar, con sus habitantes sometidos hace ya unos años a una cocción lenta, que ahora al menos despierta y empieza a discutir su futuro. Diez distritos y setenta y tres barrios. Y muchos turistas y bastantes gentes que han llegado de otras partes del mundo en relativamente pocos años. Y una orografía que hace que los moradores de las colinas bajen hacia el mar y luego vuelvan a sus alturas, ya sean el Turó Park o el Carmelo. También es una ciudad enmarcada por dos ríos que durante largos años nos avergonzaron y a los que maltratamos. Besòs y Llobregat, ignorados por el barcelonés arquetípico casi tanto como desdeñábamos nuestras playas y que sirven también para despistar a viajeros en carteles que sólo orientan a los nativos.
La ciudad de mi infancia era gris y hacía frío en invierno. Todavía había reparto de carbón y hielo. El sereno guardaba la llave de los portales y se le podía llamar en mitad de la noche. Y si bajábamos al centro, se nos avisaba de que, más allá del Eixample, tuviésemos cuidado con el barrio chino. Ya adolescentes, nos perdíamos por sus callejones y explorábamos aquellos mitos de la ciudad canalla: los mármoles de un portal horadados por los tacones de las prostitutas callejeras, los comercios de gomas y lavajes… Mientras tanto, acaparábamos libros y discos y descubríamos las muchas Barcelonas que contiene Barcelona.
Que empezó a cambiar de verdad con la llegada de los socialistas y que de pronto le dio por sentirse guapa y orgullosa. Los Mundiales del 82 y el primer desembarco italiano. Los Juegos Olímpicos y las interminables obras de acondicionamiento. Las rondas, que ahora son tal vez las nuevas murallas. Se empezaron a limpiar fachadas y descubrimos el horror de las remontas del Eixample, que hasta entonces nos habían pasado casi desapercibidas. Y tomamos conciencia de que nuestra ciudad es un caos abigarrado y desordenado, pese a ese mismo Eixample. Desde las alturas, Barcelona tiene algo de Nápoles y bastante de ciudad latinoamericana; el caldero se desborda hacia arriba, hacia esas colinas y montañas donde estaban también nuestros dos parques de atracciones, el entrañable Tibidabo y el nunca del todo conseguido Montjuïc. Al fondo, el mar, antes un desagüe y una cloaca y ahora un remedo de playa urbana cosmopolita.
Nos hemos gustado mucho y hemos gustado mucho, pero estamos hoy acalorados, con las aceras y las fachadas otra vez sucias. Y hay indigentes de toda condición tumbados en bancos y entradas del metro. Y manteros. Y ciclistas anárquicos y peligrosos en una ciudad no demasiado apta para las bicicletas. Y para colmo, parte de nosotros ha decidido, parecería, que la ciudad deje de ser “de ferias y congresos” para ser “de manis y procesos”. Será la edad, pero echo de menos mi Barcelona. Sin nostalgia, porque lo que de verdad me gustaría es volverla a ver mejorar y mejorarse.
Echo de menos mi Barcelona, me gustaría volverla a ver mejorar y mejorarse