Autosatisfacción
El españolismo tiende a la arrogancia propia del poder y la fuerza. A diferencia del soberanismo, dotado de un sentido trágico de la vida (no en vano, la suya es una historia de resistencia), los defensores de la España eterna saben que los recursos para mantener esa eternidad son muchos, empezando por los manu militari históricos, y continuando con los manu iudiciari actuales. De ahí que no pierda el tiempo con la nimiedad de la política, ni necesite atender las cuitas de sus oponentes, porque España no es una realidad política, sino un hecho trascendente, iluminado por la misión sagrada de su existencia. Aquello que en otras épocas llamaban, con la pomposidad cursi del fascismo, “una unidad de destino en lo universal”.
Y porque es arrogante, tiende a una autosatisfacción que lo aleja de los pálpitos de sus vecinos y de su tiempo. Fue contrarreformista cuando las reformas sacudían la nueva Europa; recuperó la Inquisición, al tiempo que, en Francia, hervía la revolución; se asentó en férreas dictaduras, cuando avanzaban las democracias; y, por rematar, fue el único país de Europa que recuperó la monarquía en el siglo XX, mientras se derrocaban por doquier. Siempre camina hacia atrás, cuando el mundo vibra hacia delante, atacado por un curioso síndrome del cangrejo que define toda su historia. El siglo XXI no es distinto, y la prueba ha sido la del algodón catalán: mientras los ingleses resolvían con las urnas, su conflicto con Escocia, España enviaba las porras para destrozar las mismas urnas. La política de los otros y la antipolítica española, nacida al albur de una rancia concepción imperial y de una débil cultura democrática.
¿Podrá, sin embargo, mantener esa arrogancia prepotente mucho tiempo? Es probable que se mantenga en la retórica y que los chulescos titulares de los periódicos patrios se perpetúen, inasequibles al desaliento. Ayer mismo el ínclito Abc daba por muerto al independentismo y lo adornaba con la foto de una manifestación unionista a la que habían ido cuatro gatos. Cuatro gatos, el Valls y la Sardà. Debieron hacer equilibrio fotográfico para enviar una imagen concurrida, pero el Abc se nutre de inspiración divina. Más allá, sin embargo, de las palabras y sus voceros, alguien, de los muchos lúcidos que tiene el Estado, debería empezar a preocuparse por la imagen deplorable que está dando España. El domingo era la expremier suiza quien, desde Ginebra, y al lado de Puigdemont, deploraba la represión española; ayer, en sede de la ONU, se hablaba de presos políticos y de país carcelario; y mientras Aministía presentaba un informe demoledor, en The Washington Post alucinaban de que se pueda ir a la cárcel por cantar. La turquización de España empieza a ser el corrillo de muchos foros internacionales y aquí hacen como si lloviera. Es lo que tiene la satisfacción onanista, que no percibe la soledad que representa.
La antipolítica española, nacida de una rancia concepción imperial y una débil cultura democrática