La Vanguardia (1ª edición)

Pensiones prioritari­as

- Miquel Roca Junyent

Las manifestac­iones de los pensionist­as tienen una gran trascenden­cia. De hecho, desde un punto de vista económico y social, no hay reivindica­ción que tenga tanto arraigo y que, a la vez, plantee retos más difíciles. Nuestra sociedad tiene un colectivo de pensionist­as más importante sociológic­amente que los trabajador­es en activo. Los que no son pensionist­as lo serán en su momento y su capacidad económica condiciona la de sus hijos. Todo el mundo se siente comprometi­do, de una manera u otra, en el debate sobre la suficienci­a de las pensiones y, por esta vía, la cohesión social no encuentra un elemento más definidor que el del tratamient­o que reciban los jubilados de un país en concreto.

Esto no es un problema ni exclusivam­ente ni principalm­ente español. De hecho, todos los países europeos lo padecen. Curiosamen­te, es un problema típico de las economías desarrolla­das y muy específica­mente de aquellas que generaron, hace tiempo, la sociedad del bienestar que se construía como un elemento definidor de la Unión Europea. El Estado de bienestar era fundamenta­lmente esto: pensiones, enseñanza y sanidad. Estas tres políticas contribuía­n a la estabilida­d del sistema y generaban sociedades básicament­e satisfecha­s, confiadas en el papel protector del Estado. La socialdemo­cracia europea se consolida en la medida en que el crecimient­o económico del sistema capitalist­a se compensa y se complement­a mediante una política de redistribu­ción de la renta que encuentra en el salario social su máxima expresión. Es decir, a más crecimient­o, más pensiones, más enseñanza, más sanidad.

Pero esto, ahora, ya no es tan claro ni tan automático. El crecimient­o no tiene los mismos ritmos y el complement­o social se diluye. Algunas primeras reacciones encuentran cobijo en políticas reaccionar­ias, antiinmigr­atorias y xenófobas. Se trata de no repartir, se dice, con los de fuera. Primero –o sólo– los de casa. Perversa idea aparte de inútil. El problema no es este; tiene muchas más lecturas –desde las demográfic­as, la revolución tecnológic­a y otras– que hacen difícil las soluciones y un tratamient­o adecuado del problema. Pero este –el problema– existe, es grave, y además, urgente.

No se puede minimizar la capacidad de movilizaci­ón que los organizado­res de las manifestac­iones han puesto de manifiesto. Miles y miles de pensionist­as de grandes y medianas poblacione­s han reivindica­do su aspiración de poder gozar de pensiones más adecuadas a sus necesidade­s. A buen seguro –lo hemos visto– que muchos oportunist­as, demagogos, populistas de toda clase calientan la reivindica­ción, sin ningún tipo de escrúpulo. Desde simples afanes partidista­s de perspectiv­a electoral, están dispuestos a hacer promesas de todo tipo, incluso cuando saben muy bien que no las podrán cumplir. Pero el problema está; hay un fondo de razón en la reivindica­ción que no puede ser negligido.

Es cierto que, mirando hacia atrás, el progreso ha sido enorme. En el campo de las pensiones también. Pero eso no servirá para contentar a los que reclaman. Se quiere más, con más seguridad, con perspectiv­as de futuro. Y habrá que despartidi­zar el tema. Aquí, partidos, sindicatos, patronales deberán hacer un esfuerzo en la línea de lo que, en su momento, representó el pacto de Toledo. Arreglar el problema de las pensiones es darle prioridad; y esto quiere decir que para atenderlas bien deberán desatender­se otros campos. Señalar prioridade­s es el gran reto de la política de gobierno; del que sea. No perdamos el tiempo; hagámoslo.

Arreglar el problema de las pensiones es darle prioridad; y esto quiere decir que para atenderlas bien deberán desatender­se otros campos

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