Pensiones prioritarias
Las manifestaciones de los pensionistas tienen una gran trascendencia. De hecho, desde un punto de vista económico y social, no hay reivindicación que tenga tanto arraigo y que, a la vez, plantee retos más difíciles. Nuestra sociedad tiene un colectivo de pensionistas más importante sociológicamente que los trabajadores en activo. Los que no son pensionistas lo serán en su momento y su capacidad económica condiciona la de sus hijos. Todo el mundo se siente comprometido, de una manera u otra, en el debate sobre la suficiencia de las pensiones y, por esta vía, la cohesión social no encuentra un elemento más definidor que el del tratamiento que reciban los jubilados de un país en concreto.
Esto no es un problema ni exclusivamente ni principalmente español. De hecho, todos los países europeos lo padecen. Curiosamente, es un problema típico de las economías desarrolladas y muy específicamente de aquellas que generaron, hace tiempo, la sociedad del bienestar que se construía como un elemento definidor de la Unión Europea. El Estado de bienestar era fundamentalmente esto: pensiones, enseñanza y sanidad. Estas tres políticas contribuían a la estabilidad del sistema y generaban sociedades básicamente satisfechas, confiadas en el papel protector del Estado. La socialdemocracia europea se consolida en la medida en que el crecimiento económico del sistema capitalista se compensa y se complementa mediante una política de redistribución de la renta que encuentra en el salario social su máxima expresión. Es decir, a más crecimiento, más pensiones, más enseñanza, más sanidad.
Pero esto, ahora, ya no es tan claro ni tan automático. El crecimiento no tiene los mismos ritmos y el complemento social se diluye. Algunas primeras reacciones encuentran cobijo en políticas reaccionarias, antiinmigratorias y xenófobas. Se trata de no repartir, se dice, con los de fuera. Primero –o sólo– los de casa. Perversa idea aparte de inútil. El problema no es este; tiene muchas más lecturas –desde las demográficas, la revolución tecnológica y otras– que hacen difícil las soluciones y un tratamiento adecuado del problema. Pero este –el problema– existe, es grave, y además, urgente.
No se puede minimizar la capacidad de movilización que los organizadores de las manifestaciones han puesto de manifiesto. Miles y miles de pensionistas de grandes y medianas poblaciones han reivindicado su aspiración de poder gozar de pensiones más adecuadas a sus necesidades. A buen seguro –lo hemos visto– que muchos oportunistas, demagogos, populistas de toda clase calientan la reivindicación, sin ningún tipo de escrúpulo. Desde simples afanes partidistas de perspectiva electoral, están dispuestos a hacer promesas de todo tipo, incluso cuando saben muy bien que no las podrán cumplir. Pero el problema está; hay un fondo de razón en la reivindicación que no puede ser negligido.
Es cierto que, mirando hacia atrás, el progreso ha sido enorme. En el campo de las pensiones también. Pero eso no servirá para contentar a los que reclaman. Se quiere más, con más seguridad, con perspectivas de futuro. Y habrá que despartidizar el tema. Aquí, partidos, sindicatos, patronales deberán hacer un esfuerzo en la línea de lo que, en su momento, representó el pacto de Toledo. Arreglar el problema de las pensiones es darle prioridad; y esto quiere decir que para atenderlas bien deberán desatenderse otros campos. Señalar prioridades es el gran reto de la política de gobierno; del que sea. No perdamos el tiempo; hagámoslo.
Arreglar el problema de las pensiones es darle prioridad; y esto quiere decir que para atenderlas bien deberán desatenderse otros campos