Cuando el ejército tomó Washington
A primera vista y con la perspectiva de los 50 años transcurridos desde el asesinato de Martin Luther King, la reflexión inicial invita a la frustración. En la violenta desaparición del líder afroamericano más destacado en la defensa de la justicia racial y de los derechos civiles de la minoría afroamericana a través de la no violencia no solo este perdió la vida a manos de un racista inveterado, sino que las masivas protestas desencadenadas a raíz de su muerte en esa trágica Semana Santa de 1968 se llevaron por delante las vidas de medio centenar de sus hermanos de etnia.
En efecto, en más de cien ciudades estadounidenses se produjeron protestas violentas, lo que resultó en la movilización de más de 70.000 efectivos del ejército y de la Guardia Nacional, 4.000 de ellos en la capital federal, con tanquetas acordonando la Casa Blanca. Otros disturbios raciales han provocado más víctimas en la atormentada historia del país en esta materia –las protestas a raíz de la absolución de los policías grabados en vídeo apaleando al afroamericano Rodney King ocasionaron 53 muertos en el año 1992– pero los disturbios de 1968 marcaron un antes y un después en las actitudes de la sociedad norteamericana ante uno de sus problemas sociológicos más intratables.
Es evidente que la capacidad de las leyes para cambiar realidades sociológicas e históricas firmemente asentadas en la psique de los ciudadanos de un país es limitada, pero no es menos cierto que en los casi cinco años transcurridos desde el asesinato del presidente Kennedy al del reverendo Martin Luther King la actividad legislativa en defensa de los derechos civiles de la minoría afroamericana fue masiva e incesante, por lo que la historia debe rendir un merecido tributo en este sentido al presidente Lyndon B. Johnson.
Y ahí precisamente radica una de las grandes frustraciones de la malograda integración racial de la sociedad estadounidense. Para un significativo sector de la población blanca –el grueso, por cierto, de los votantes de Donald
Trump–, los afroamericanos no han sabido aprovechar lo mucho que el Gobierno federal ha hecho por ellos y son víctimas de la cultura de la dependencia. Para muchos afroamericanos, en cambio, aun reconociendo las bondades del fin de la segregación racial tipo
Desde los disturbios por el asesinato de Martin Luther King hace 50 años, el énfasis se ha puesto en la represión
apartheid que imperaba en el sur del país, la integración no ha avanzado, o lo ha hecho insuficientemente, en el sector de la educación pública –ya no digamos la privada– o en el de la vivienda.
Efectivamente, no puede ignorarse el hecho de que, desde aquellos dramáticos disturbios, el énfasis se ha puesto en la represión, como lo atestigua la impresentable tasa de jóvenes afroamericanos desarmados regularmente abatidos por la policía o la desproporcionada cuota que representan los afroamericanos en la población penal general.
Pero, ¿no supuso la elección de Barack Obama el definitivo pase de página en esta cuestión? Sin minusvalorar el evidente impacto de ese acontecimiento en las relaciones raciales del país, rápidamente hay que añadir que el penúltimo presidente no fue un afroamericano tradicional ni descendió de la esclavitud, al ser hijo de un africano de Kenia y de una mujer, blanca como la leche, nacida en Wichita, Kansas. En definitiva, nadie puede negar que se ha avanzado mucho, pero que queda aún mucho camino por recorrer.