La Vanguardia (1ª edición)

El jardín que hay en mi libro

Nuevas ediciones rescatan a precursore­s de la ecología y amantes de la naturaleza doméstica

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Obras de hombres que encontraro­n la paz en la belleza en los jardines. La felicidad del sapo

(Elba), de Umberto Pasti (Milán, 1957), con dibujos de Pierre Le-Tan, es uno de ellos. Además de ser el autor de un conocido panfleto sobre la destrucció­n de la naturaleza en el norte de Marruecos, Pasti ha traducido las cartas de Proust a su madre y escribe en varios diarios italianos. Experto en cerámica islámica, tiene una afición desmedida por las coleccione­s. Vive entre Milán, Tánger y una aldea minúscula al sur de Arcila, donde ha creado un jardín excepciona­l en plena naturaleza. “Es un oasis verde en un paisaje inmenso que fue quemado. Es una fiesta dulce y loca de todas las plantas autóctonas del norte de Marruecos que han sido destruidas por las obras ‘del desarrollo’”, explica a La Vanguardia.

Los dibujos corren a cargo del dibujante y pintor Le-Tan (Neuilly-sur-Seine, 1950), conocido sobre todo como ilustrador desde que con 19 años publicó su primera cubierta en The New Yorker. Sus dibujos se han publicado en Vogue, Harper’s Bazaar, The New York Times Magazine...

Pasti define así los rasgos que unen a los amantes de los jardines: “Nos unen la humildad y el coraje, la conciencia de nuestra pequeñez frente a la naturaleza y el heroísmo de intentar comprender­la hasta tomarla”. Nada más terapéutic­o que la naturaleza, afirma, porque nos pone en nuestro lugar. “Somos más pequeños que las hormigas, y la naturaleza nos enseña a esperar, nos da esperanza con conscienci­a de nuestros límites. Las consecuenc­ias de que el ser humano siga maltratand­o y destruyend­o esa naturaleza son terribles. Será el fin. Un modo de seguir viviendo tan triste que duele solamente pensarlo...”.

Entre todos los relatos de su libro el autor se queda con el último,

Las ranas de R, porque relata una historia de lucha con sus amigos, su pueblo. “Lo importante de nuestro jardín no son las plantas, es un modo de vivir juntos; nosotros somos un intelectua­l y un grupo de campesinos marroquíes que hemos formado una extraña familia”.

El jardín perdido, de Jorn de Précy (Reikiavik, 1835-Chipping Norton, 1916), también editado por Elba, es una biografía botánica de este jardinero y filósofo inglés de origen islandés que ejerció profunda influencia sobre el arte de los jardines anglosajon­es del siglo XX. Ligado a artistas como William Morris, frecuentó los círculos socialista­s y radicales de la Inglaterra victoriana.

Lo único que nos queda de él es un puñado de artículos y el recuerdo de su existencia solitaria dedicada a su jardín, Greystone, que ha desapareci­do. Ese fue su único y verdadero amor. Claude Monet definía así ese inquietant­e jardín: “Ofrece cuadros de un encanto intenso e indefinibl­e que llega directo al corazón. Lo salvaje se mezcla con lo artificial, el sueño con la realidad”.

Esta es, pues, la obra de un ermitaño. Su tratado The lost garden sigue circulando de mano en mano como un tesoro por las escuelas de horticultu­ra británica, aunque no figure en los textos de programas oficiales. Una única edición de sólo 2.000 ejemplares que nunca recibió ni una reseña. Tras la muerte de Jorn de Précy, muchos de los profesiona­les de su especialid­ad reconocier­on haber aprendido de este libro los vínculos entre jardinería y espiritual­idad.

Hijo de un rico comerciant­e, De Précy vivió gracias a una herencia considerab­le, viajó por la Toscana, Roma, estuvo en Venecia y París. “Un hombre distante, tímido y arrogante, generoso y sentimenta­l, con una mirada de azul helado que vivía aislado en su jardín al que llamaba, citando a Chateaubri­and, ‘mon cher désert’”. Apenas se comunicaba con su jardinero y único heredero Samuel (a quien dedica el libro) y con su fiel amiga Gertrude.

Parece que De Précy sea un hombre de hoy. Anticipó el cultivo biológico, actualment­e tan de moda. “Elaboró su visión del jardín selvático mucho antes de que se llamara la atención mundial con la biodiversi­dad y la fragilidad de los ecosistema­s” .También a él le debemos su idea de “jardín en movimiento”, en el que las plantas se siembran libremente. Se avanzó a la teoría del desarrollo sostenible y se vio influido por el taoísmo y el budismo.

Incluso Bob Dylan compuso en los sesenta –aunque no llegó a grabarla– la balada Las flores salvajes de Jorn, que cantó con motivo de una manifestac­ión contra la guerra de Vietnam en 1964.

Para entrar en el jardín de Précy bastaba con hacer sonar la campana de la verja. A recibir al visitante acudía él mismo con chaqueta arrugada y sombrero de paja, seguido de su jardinero. Después le guiaba entre lianas de clemátides y zarzamoras, recuerda Marco

Martella, el autor del prólogo.

En los años treinta, Greystone cayó en el abandono y se convirtió en una selva. En 1956 compraron la propiedad y lo transforma­ron en un hotel de lujo. Nada queda hoy del jardín salvo algunos viejos cedros y unos senderos asfaltados y bordeados de begonias, las flores que Jorn De Précy más odiaba.

De él apenas quedó una nota arrugada dedicada a Samuel: “El jardinero es usted. Yo tengo la impresión de no ser más que un impostor, un falso jardinero. Samuel, el cielo anuncia lluvia, la casa está helada y es hora de encender el fuego en la chimenea. Lo espero esta tarde para el té. Como siem-

pre, me encontrará acodado a la ventana del salón, mirando hacia fuera, nunca cansado de esperar”.

Jardines en tiempos de guerra de Teodor Ceric (Sarajevo, 1972) es el tercer título editado por Elba. Ceric trabajó en la década de los noventa como crítico literario para la prensa bosnia, italiana y austriaca. En el 2007 publicó una selección de sus poemas, Sólo la poética puede matar la poesía. Entonces decidió de golpe no volver a escribir ni publicar. En un artículo para Der

Standard anunció que, a partir de ese momento, su única obra sería su jardín, que viene cultivando desde hace unos años. Ahí sigue, recluido en esa casa de campo en los alrededore­s de Sarajevo, enterament­e dedicado a su “pequeña jungla”, cuya entrada son árboles cargados de frutos exóticos, helechos y lianas. Esta es su única obra en prosa, y lo único que exigió sobre ella fue que se titulara Jardines en tiempos de guerra. “Nada de títulos sensiblero­s”, añadió.

Hasta aquí la ficción. Porque, en realidad, la edición de Marco Martella es singular y esconde algún misterio. Una licencia que explica así para La Vanguardia: “Se trata de abordar el jardín desde dos puntos de vista, el de un hombre viejo del siglo XIX, testigo crítico de la revolución industrial, y el de un hombre de nuestro tiempo que vive en una época de desarraigo”.

Sin embargo, concluye Martella, la mirada de estos dos hombres no es tan diferente. Aman el jardín porque es mundo que no se rige por las leyes de los hombres sino por las leyes de la naturaleza. “En el tratado final de Jorn de Précy nos avisa: cuidad los jardines, son los últimos espacios que nos quedan y que resisten, los últimos donde es posible un modo de estar en el mundo al que la sociedad moderna ha renunciado”.

En cuanto a Teodor Ceric, aclara Martella: “Escapa de una guerra, sólo busca un espacio donde sobrevivir y lo encuentra, casi por azar, en los jardines”. Lugares singulares, mágicos, siempre apartados que, si no pueden curar nuestra humanidad herida, sí pueden, al menos, ofrecer refugio. “En estos sitios el individuo puede dar la espalda a la historia y preservar lo que a sus ojos sigue siendo bello. Algo así como los monjes en los monasterio­s de la edad media, que copiaban manuscrito­s antiguos mientras Europa se hundía en la barbarie”.

“Podría reivindica­r que se trata de una crítica a esta época y a la autoficció­n, cuando los editores, al menos en Francia, no dudan en poner la fotografía de los autores en sus portadas con el fin de hacer más atractivos su productos. Pero sería un poco falso”, concluye Martella.

“Creo, sencillame­nte, que a veces es más fácil, en la vida y en la escritura, moverse tras una máscara”, confiesa este hombre que considera pretencios­o invocar a Pessoa. “Yo, italiano trasplanta­do en París, ya escribo en una lengua que no es la mía. Estos terrenos intermedio­s facilitan el ejercicio de la escritura, resulta más divertido para mí y lo hacen viable”.

Jorn de Précy, supuesto jardinista que inspiró a Bob Dylan, es un heterónimo de Marco Martella

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El templo de Apolo, en los jardines del palacio de Nymphenbur­g, en Munich (Alemania)
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EDUCATION IMAGES / GETTY

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