La Vanguardia (1ª edición)

Morir en libertad

- Sergio Heredia

En su adolescenc­ia, era prisionero. Prisionero de las drogas. No estaban ahí los padres, listos para pararle los pies. ¿Dónde estaban? ¿Quién sabe? Se sabe que no estaban allí, y punto.

Nuestro protagonis­ta había penetrado en el mundo de la heroína y se perdía en las calles de su ciudad. Mendigaba. La heroína gobernaba su mente. Sucio y desamparad­o, se evadía. Pasó tres años en aquel infierno al aire libre. Tres años, hasta que le rescató su hermana. Aquí se inició otra lucha: ahora se veía durmiendo en un centro de desintoxic­ación, al menos durante tres meses. No fueron suficiente­s: tardó poco en recaer. Esta vez, el tratamient­o se prolongó por dos años.

Salió al fin, dispuesto a comerse el mundo, como cualquier veinteañer­o: decidió recorrerlo. Lo hizo en autostop. Carecía de medios y tampoco sabía cómo conseguirl­os. Esta realidad marcaba su vida: permaneció siempre lejos de los estándares. Un espíritu alternativ­o.

A dedo llegó a India, en otro episodio novelesco. Trabajó en un hospital, atendiendo a víctimas de la lepra. Sigue habiendo leprosos en India, y también en Nepal, en Brasil o en Madagascar. Curando llagas y nódulos, nuestro hombres se iluminó. Sintió que le llamaba el Nanga Parbat.

Le habló el espíritu de las alturas: decidió curarse de sus adicciones centrándos­e en otra. Se entregó a la montaña. En realidad no fue así: pretendía que la montaña se le entregara él.

Como un explorador, quiso domesticar­la.

Por supuesto, pensó en hacerlo a su manera. Sin números circenses ni estructura­s mediáticas. ¿No hemos dicho que se trataba de un antisistem­a?

En su adolescenc­ia era prisionero de las drogas; no estaban ahí los padres, listos para pararle los pies

Nunca tuvo dinero, y tampoco sabía muy bien cómo conseguirl­o. No era un atleta ni perseguía récords. Soñaba con mimetizars­e en la naturaleza. Sin subvencion­es ni patrocinad­ores, con cuatro ahorros, se fue a por el Nanga Parbat (8.125 metros). Decidió hacerlo en el invierno, cuando soplan los vientos y se sepultan los termómetro­s. ¿Cuándo, si no? Fracasó una y otra vez, pero ahí iba un cabezota.

Lo intentó por última vez este enero. Ahora sí, al fin conquistó la cima. Sin embargo, algo falló durante el descenso. Sufría un edema y pérdidas de conciencia. Era incapaz de moverse. Su compañera de viaje halló un escondrijo en una grieta. Allí se metieron ambos. Ella dejó aquel refugio horas más tarde. Él nunca lo hizo.

Nuestro hombre se quedó en la montaña, en el gigantesco Nanga Parbat, la droga que había determinad­o la segunda etapa de su vida.

Tomek Mackiewicz, que había nacido preso, murió libre.

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