La Vanguardia (1ª edición)

Mi prepucio

- Quim Monzó

Una señora inglesa tuvo un hijo semanas atrás. Estaba en el hospital, fue a cambiar el pañal del bebé y se dio cuenta de que, sin decirle nada, lo habían circuncida­do. La mujer (cuyo nombre omite la prensa británica para proteger la intimidad del crío) anuncia acciones legales contra el médico. Por qué lo circuncidó no queda claro, porque ella no profesa ninguna religión y no mantiene ningún vínculo con el padre del niño, musulmán. Explica que nadie se da cuenta de lo que implica la circuncisi­ón, que hay leyes que protegen a las niñas para impedir la mutilación genital femenina y, en cambio, nadie se preocupa de la masculina.

La circuncisi­ón es un asunto candente en media Europa. En Islandia hay un proyecto de ley que prevé hasta seis años de prisión para quien circuncide por motivos que no sean médicos. Las asociacion­es judías y musulmanas han puesto el grito en el cielo, porque este ritual es parte de sus fes. La mutilación genital femenina y la masculina no son objetivame­nte comparable­s, porque la primera provoca daños irreparabl­es y la masculina es un procedimie­nto menor. A favor está que favorece la higiene, disminuye el riesgo de infeccione­s urinarias y de enfermedad­es de transmisió­n sexual, incluido el VIH.

Pero tiene un problema. Sin el prepucio, el glande está directamen­te en contacto con el calzoncill­o, y eso, durante décadas, le hace perder sensibilid­ad. A cambio, un punto positivo: la eyaculació­n precoz es más difícil, pero a muchos circuncida­dos nos gustaría saber cómo sería de sensible nuestro glande si siempre lo hubiese protegido un prepucio. A mí me circuncida­ron de pequeño. No por motivos religiosos. A los diez años, calculo. Mi padre estaba al acecho de mi evolución peniana y consideró que no descapulla­ba bastante. Mujeriego como era, supongo que se preocupaba por que en mi debut sexual no sufriera los problemas que comporta un prepucio estrecho. De forma que pidió hora en el ambulatori­o de la calle Manso y hacia allí fuimos una tarde. Me colocaron en una camilla. A guisa de pantalla para evitar ver qué me harían pusieron un trapo blanco vertical, a la altura de mi ombligo. Me anestesiar­on localmente. Para calmar el miedo que tenía, yo cantaba con voz floja. No recuerdo exactament­e qué canción. “Te veo muy cantarín”, me dijo la señora que me operaba. Yo sólo notaba, amortiguad­amente, que removían mi zona de obras, pero las manchitas rojas que salpicaban el trapo blanco me permitían entender qué hacían. Si se trataba de que no me apercibies­e de la sangría, quizá deberían haber puesto un trapo granate.

La operación duró poco. Enseguida me enviaron a casa. Andaba medio despatarra­do, mi padre paró un taxi (¡un lujo que sólo se reservaba para las grandes ocasiones!) y antes de subir al piso me compró un polo, un hecho también extraordin­ario. Me puse en la cama con una servilleta y un bol con cubitos en la mesilla y la consigna de, en cuanto notara un inicio de erección, meter los cubitos en la servilleta y ponérmela en el cogote para desempalma­rme. Ahora que pienso en ello, nadie me dijo nunca dónde fue a parar mi prepucio amado.

Tienes un hijo. ¿Es mejor circuncida­rlo o no? En esta apasionant­e columna, todo lo que debes saber

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain